30 de octubre de 2025
Violencia en Río de Janeiro: la lucha sangrienta entre policías, narcos y milicias mantiene en vilo a una ciudad fragmentada

Una inédita redada contra el Comando Vermelho culminó con cientos de muertes, mientras zonas enteras de la ciudad carioca siguen bajo el control alternado de grupos criminales y fuerzas de seguridad
Las milicias paramilitares surgieron como un actor distinto pero igualmente poderoso. Integradas por ex policías, ex militares y agentes de seguridad activos o retirados, las milicias no se presentan ante la población como meras bandas delictivas. Desde los años 2000 se autoproclamaron “autodefensas comunitarias”. Algunos analistas rastrean sus raíces en los “escuadrones de la muerte” de las décadas de 1960-70, formados por policías vinculados a la represión estatal.
La justificación inicial fue liberar a las comunidades del control narco. Durante un tiempo expulsaron a traficantes y redujeron ciertos crímenes, lo que les granjeó el apoyo de vecinos y políticos locales. En 2006, el entonces alcalde César Maia se refirió a ellas como “autodefensas comunitarias” que llevaban tranquilidad a barrios antes dominados por el crimen. Ese mismo año, el hoy alcalde Eduardo Paes reconoció que la “policía mineira” —apodo de las milicias— había devuelto la seguridad a zonas como Jacarepaguá. La connivencia política facilitó su consolidación.Hacia 2020-21, las milicias controlaban alrededor del 57,5% del territorio urbano de Río y gestionaban al menos 37 barrios oficiales y 165 favelas. Para 2018, más de dos millones de cariocas vivían bajo su yugo, especialmente en la Zona Oeste y la Baixada Fluminense. Esta expansión convirtió a la milicia en la gran antagonista del Comando Vermelho por el control de Río.
La vida bajo las milicias se caracteriza por el miedo y la violencia soterrada. Hay relatos de personas castigadas brutalmente por comprar en tiendas no autorizadas o incumplir pagos. Los castigos van desde golpizas públicas hasta asesinatos y desapariciones. En algunos casos, los cuerpos son abandonados en ríos con piedras atadas. Las estadísticas muestran que las denuncias anónimas por abusos de milicianos superan incluso a las presentadas contra narcotraficantes en el estado. El modus operandi se basa en una aparente calma sostenida por el silencio forzado: no hay tiroteos frecuentes como en las favelas narco, pero el miedo es constante. Uno de los elementos clave del fenómeno miliciano es su entramado de conexiones con el Estado. Agentes o ex agentes de seguridad crean redes de corrupción que les suministran armas, municiones y protección a cambio de sobornos. En 2008, una Comisión Parlamentaria de Investigación de la Asamblea Legislativa del Estado de Río de Janeiro reveló que su informe final solicitaba procesar a 266 implicados, entre ellos siete políticos acusados de colaborar con grupos milicianos. Varios cabecillas paramilitares se volvieron autoridades electas o figuras cercanas a ellas, lo que dificultó la erradicación de su influencia.La interacción entre estos actores es dinámica y violenta. En barrios del oeste como Gardenia Azul, Rio das Pedras, Barra da Tijuca o Cidade de Deus se han documentado ofensivas del CV para reconquistar zonas. Muchas de estas incursiones se intensificaron cuando cabecillas milicianos fueron detenidos o muertos tras 2018, lo que abrió vacíos que el CV supo explotar. Un caso revelador es el de Gardenia Azul: cuando el ex-concejal Cristiano Girão fue arrestado por ordenar un asesinato, la comunidad vivió meses de tiroteos constantes.
Desde el lado del narcotráfico, el Comando Vermelho mantiene una política de expansión casi imperial. “Para el CV, conquistar nuevos territorios es cuestión de honor y gloria; es importante para su reputación”, explica la investigadora Carolina Grillo. A diferencia de otras organizaciones más jerarquizadas como el PCC paulista, el CV opera de manera descentralizada: cada favela libra su propia guerra, cada “dono do morro” (jefe local) busca expandirse. Esto implica que múltiples frentes de combate pueden estar activos simultáneamente en la ciudad sin una coordinación centralizada.
En medio de este tablero criminal, la fuerza pública —la Policía Militar de Río de Janeiro, la Policía Civil y en ocasiones las Fuerzas Armadas— actúa como un cuarto actor que interviene con operativos puntuales, pero nunca logra ocupar de forma permanente todos los territorios. Las autoridades libran una doble batalla —contra las facciones narco en unas zonas y contra las milicias en otras—, pero su eficacia se ve socavada por la corrupción interna. En muchas ocasiones se ha denunciado la colaboración de efectivos con uno u otro bando: se han vendido armas, suministrado información y permitido la coexistencia de crimen y Estado. Esta ambigüedad borra la línea entre la ley y el delito, mientras millones de cariocas siguen viviendo en territorios donde el Estado llega solo en forma de redadas letales.

