Martes 25 de Noviembre de 2025

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25 de noviembre de 2025

El precio del silencio: la historia de una hija que aprendió a no existir para no molestar

El relato de la relación de una mujer con su madre. “Una simple tos mía la exasperaba. En casa, vivíamos un acting permanente”, revela el testimonio

>Mamá nos pegaba cada vez que tosíamos. Estaba tan desbordada con su vida, sobrepasada por sus propias emociones e incapaz de vivir con serenidad, que cualquier pequeña situación con el potencial de convertirse en un problema la perturbaba profundamente.

Desde muy chiquita fui aprendiendo a reprimir todo lo que sentía, no fuera cosa que generara algún conflicto. Mi casa se convirtió en un teatro porque todo lo que no era perfecto quedaba afuera. No había el menor margen de expresar lo que nos pasaba, a menos que fueran buenas noticias. Esa fue mi infancia.

En realidad, vivir, lo que se dice vivir, es algo que aprendí a hacer fuera de casa, lejos de mamá. Ahí sí podía probar, explorar, equivocarme, ser yo misma.

Toda una ironía que de grande se enojara conmigo porque yo no le contaba nada. ¿Qué iba a contarle si había pasado toda mi vida ocultándole lo que me pasaba? Los profesores de protocolo enseñan que uno nunca debe empezar una conversación hablando del clima, porque de ahí no se vuelve. Hacerlo es quedar condenado a la superficialidad. Bueno, durante años, mi madre me forzó a hablar del clima, ¿y después pretendía tener algún grado de intimidad conmigo?

—Bueno, mami, pero ¿y qué harías si mi hermano fuera gay?

¿La condición sexual era algo que había que aguantarse para no incomodarla? Tenía casi ochenta años y no había aprendido nada. Prefería refugiarse en sus certezas antes que abrirse a realidades que no le gustaran, que no encajaran con sus ideas. ¿Cómo se puede convivir con alguien así? ¿Qué tipo de vínculo se puede tener? Si hay que aguantarse lo que uno es, estamos condenados a hablar del clima de por vida.

Por supuesto, siempre fui la abanderada. No llevé nunca ningún problema a casa, y los que tenía los ocultaba y resolvía sola, como podía. Rara vez una situación se me salía de las manos, forzándome a blanquearla con mamá. Mi hermano, en cambio, tomó el camino rebelde. Con o sin conciencia de lo que hacía, él pateó el tablero. Era mal alumno, impulsivo, tenía problemas de conducta en el colegio, se peleaba, siempre tenía mil amonestaciones. En síntesis, no aceptó las condiciones impuestas en casa.

Desde mi infancia hice muchas veces lo que sentía, pero siempre en la clandestinidad. A los diecisiete años ni se me ocurría contarle que me quedaba a dormir en lo de mi novio porque se hubiera escandalizado al saber que su hija tenía relaciones sexuales, así que una vez más, le mentía. Todos los fines de semana le decía que me iba al campo de una amiga, cuando en realidad me quedaba en el departamento de mi novio. De adulta seguí funcionando de ese modo. Mi vida real era lo que ocurría lejos de la mirada de mamá. ¿Qué costo pagamos por evitar el conflicto permanentemente como forma de vida, por no discutir, por complacer, por fingir?

Mi madre no me dejó una casa, ni joyas, ni una carta con consejos para la vida. Me dejó algo más pesado y profundo: el hábito de callar. Esa inercia de no molestar, no incomodar, no mostrar mis bordes. Me llevó años entender que no era mi obligación cuidar su paz a costa de mi verdad.

Hoy elijo hablar. Aunque me muera de miedo. Aunque me duela. Aunque alguien se incomode. Porque es imposible que sea leal a otra persona si primero no soy leal conmigo misma. Ser libre ya no es solo haber escapado de la jaula, sino haber dejado de construirla diariamente con mis propias manos.

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