Miércoles 12 de Noviembre de 2025

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12 de noviembre de 2025

La vida de José María Gatica: su cercanía al peronismo, el día que luchó contra Martín Karadagian y su trágico final

El boxeador que nació en la pobreza llegó a subirse al ring del Madison Square Garden. El 12 de noviembre de 1963 murió tras ser atropellado por un colectivo

>“¿Qué mono? ¡Mono, las pelotas!”, solía gritar Peronista hasta el tuétano, Gatica fue el boxeador del pueblo y el mimado de Juan Domingo, el presidente argentino. Con su apoyo viajó a los Estados Unidos, buscando una victoria contra el campeón mundial Ike Williams, pero fue derrotado por nocaut en el primer asalto en el Madison Square Garden.

De regreso, encontró el olvido. Murió un 12 de noviembre de 1963, en un accidente que parecía una broma del destino: atropellado por un colectivo en Avellaneda. Su vida fue inmortalizada por “Gatica, el mono”, una película del excepcional José María Gatica nació el 25 de mayo de 1925 en Villa Mercedes, provincia de San Luis, pero cuando tenía 7 años, su familia se mudó a Buenos Aires, buscando las oportunidades que la vida en el interior no les ofrecía. Allí, entre el sonido de los trenes y las fábricas que amanecían los barrios, el chico creció con las calles como patio de juegos y la necesidad como maestra.

Extremadamente pobre, desde niño trabajó como lustrabotas en la estación de Constitución y también vendiendo diarios para llevar algún dinero a la casa. No terminó la escuela primaria: el hambre lo sacó del aula antes de tiempo. Aprendió a sobrevivir antes de aprender a leer, a correr para cuidarse antes de conocer el miedo y a pelear. En esa estación colmada de gente que apenas lo miraba, de ruido y hollín, aprendió a defender con los puños su pequeño espacio de trabajo frente a otros chicos tan necesitados como él.

Aquellas peleas callejeras se convirtieron en su primera escuela de boxeo. La habilidad que mostró para imponerse en esos duelos por un cajón de cera llamó la atención de un comerciante que lo veía desde cerca. Se trataba de Lázaro Koczi, un hombre con vínculos en el mundo pugilístico. Fue él quien le ofreció participar por dinero en los combates irregulares que se celebraban en The Sailor’s Home, un alojamiento para marineros sin trabajo de la misión británica. Eran peleas breves, a tres rounds, donde se apostaba fuerte y se ganaba poco, pero donde Gatica, de entre 11 y 13 años, empezó a entender el poder de sus puños y de su presencia. Luego de unas victorias al hilo en ese circuito clandestino, Koczi le propuso dedicarse al boxeo profesional. Hasta entonces, José María alternaba el ring con su puesto de lustrabotas en Constitución: de día lustraba zapatos, de noche se batía a golpes.

Cuando subió por primera vez a un cuadrilátero formal, a finales de la década de 1930, llevó en sus puños el peso de aquella infancia. Cada trompada era una forma de decir: “¡Aquí estoy yo!”... Y en los barrios lo escucharon y se corría la voz que Gatica noqueaba sin mucho esfuerzo. Su estilo era puro instinto: salvaje, visceral, sin cálculo. Un relámpago que iluminaba la noche de Buenos Aires.

El salto de Gatica al profesionalismo ocurrió en 1945, cuando venció por nocaut en el primer asalto a Leopoldo Mayorano. Aquella noche marcó el comienzo de una fiebre popular. Su nombre corrió de boca en boca por los clubes porteños, por los cafés, por los talleres: había nacido un ídolo del pueblo.

Cada victoria suya era celebrada como un triunfo colectivo; cada nocaut, un estallido de esperanza. En el Luna Park, su templo definitivo, Gatica desplegaba un boxeo que parecía un ritual: avanzaba sin pausa, lanzaba ganchos al cuerpo, combinaba fuerza, velocidad y una rabia contenida que electrizaba al público. Era el espectáculo de un hombre que no solo peleaba por sí mismo, sino por todos los que alguna vez sintieron que la vida les tiraba la toalla.

El público lo adoraba. Cuando subía al cuadrilátero, el Luna Park rugía como una sola garganta. Sus peleas eran una mezcla de combate y espectáculo, una puesta en escena donde el coraje era bandera. Para muchos argentinos, Gatica representaba algo más que un deportista: era una expresión viva del pueblo, un gladiador que peleaba sin estrategia, guiado por el instinto y la pasión.

Aquel gesto selló su destino: se convirtió en el boxeador del peronismo, el “campeón de los descamisados”. Eva Perón lo admiraba; Perón lo impulsó a viajar a Estados Unidos para enfrentar a los grandes nombres del boxeo mundial e invirtió en eso unos miles de dólares. En 1951, José María partió dos veces con la ilusión de conquistar el mundo, aunque no disputaba ese título: el 27 de julio peleó en el Eastern Parkway Arena de Brooklyn y venció por nocaut técnico en el segundo asalto a Terry Young. El 26 de octubre, en el Madison Square Garden, Gatica enfrentó al campeón mundial Ike Williams y fue derrotado por nocaut en el primer round.

Y volvió a ser lo que siempre fue: un ídolo del pueblo. Sus noches en el Luna Park seguían convocando multitudes, y cada triunfo era celebrado, pero el esplendor empezaba a mezclarse con el vértigo. Gatica vivía rápido y gastaba aún más rápido el dinero que ganaba; su fama se alimentaba de la misma intensidad con la que se desgastaba. Autos, fiestas, trajes, adulaciones y excesos varios.

Los sectores más conservadores lo despreciaban. Lo llamaban “El Mono”, con tono despectivo, burlándose de su piel morena, de sus modos populares, de su falta de refinamiento. Él respondía con orgullo y furia. “¡Señor Gatica!“, solía decirles entre dientes y mirándolos ahora sobre su hombro. Ese destrato lo hizo darse cuenta de que nunca encajaría en los salones de la elite.

En 1955, el golpe militar que derrocó a Perón marcó el inicio de su caída. Su cercanía con el expresidente se volvió un estigma. Le retiraron la licencia, lo apartaron de los rings y, poco a poco, fue cayendo en el olvido. Para muchos, había dejado de ser un símbolo. Pero él siguió peleando: volvió a los combates clandestinos, en clubes de barrio, incluso en espectáculos de lucha libre donde fingía derrotas a cambio de unos pesos. La gloria quedaba atrás, pero su espíritu de combate no se apagaba. Seguía golpeando, como si cada trompada fuera un acto de resistencia, una manera de seguir de pie cuando todo lo empujaba al suelo.

Gatica se volvió leyenda incluso antes de su muerte, era como una epopeya urbana. En 1993, Leonardo Favio llevó su vida al cine con Gatica, el Mono, una película que capturó no solo sus combates, sino también su relación con el pueblo, con la política y con la gloria efímera. La pantalla mostró a un hombre que vivía con intensidad extrema, que subía y bajaba con la misma velocidad que sus golpes.

“Aquel 10 de noviembre de 1963, Independiente le ganó a River dos a cero con goles de Mario Rodríguez. Y, mientras la multitud de ambas hinchadas le ponía sonido al espacio de Avellaneda, el Mono, algo mareado por el vino compartido en la tribuna, intentó bajar del colectivo de la línea 295 ya con la marcha en disminución. Su pierna derecha deteriorada después de un show años atrás, con Martin Karadagián por la degradante obligación de ganarse unos pesos para comer, le falló y cayó a la calzada. Fue en la calle Herrera, esquina Pedro de Luján. Las ruedas de atrás del interno 16 conducido por Antonio Cirigliano pasaron por encima de su cuerpo >A los dos días y producto de las graves heridas, murió en el Hospital Rawson. Su funeral fue modesto, pero miles de personas llegaron para despedirlo. Una multitud acompañó el cortejo fúnebre. Con él, se cerraba una época.

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