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22 de agosto de 2025

El audaz robo de la Mona Lisa: un argentino conspirador, un italiano que quería venganza y una obra de arte que se volvió icónica

La obra de Leonardo Da Vinci desapareció un lunes a plena luz del día. Estuvo más de dos años perdida, pero volvió a París y ya nadie la olvidó

>Nadie disparó. No se rompió ninguna ventana ni sonó una alarma. Nadie vio lo que estaba pasando. Era lunes, así que las puertas estaban cerradas para el público en el Museo del Louvre. Era la mañana del 21 de agosto de 1911, el verano parisino. Nadie vio que un hombre se estaba llevando una pintura que ya era valiosísima pero que todavía no era la obra de arte más icónica y popular de la humanidad.

Ese lunes, el día que el museo cerraba sus puertas al público para llevar a cabo las tareas más profundas de mantenimiento, nadie se dio cuenta de que faltaba La Gioconda. El martes, cuando el Louvre abrió sus puertas, la ausencia tardó en llamar la atención.

Las autoridades del Louvre tardaron por lo menos dos horas en saber qué estaba pasando. A la pregunta de Béroud sobre el paradero de la pintura le siguieron confusiones sobre si había sido retirada de exhibición para su restauración, o si había sido movida de sala. La enormidad del museo y la burocracia que implicaban las averiguaciones demoraron la revelación.

“El robo fue tomado como una ofensa nacional”, describe una crónica parisina publicada unos días después de que se conociera la noticia. A la par que crecía el misterio sobre qué había pasado con la pintura -y quién la tenía-, también crecía la fama de la obra de Leonardo.

El Louvre se llenaba de curiosos que iban a mirar el vacío que había dejado el retrato renacentista. La pintura estaba perdida, envuelta en un misterio y en teorías cada vez más conspirativas y fantásticas sobre su destino, y ese halo intrigante empezó a brindarle una popularidad de la que no había gozado nunca antes.

La Policía de París investigaba y seguía todo tipo de pistas, desde las que parecían más confiables hasta las que aparentaban ser más disparatadas. Los interrogatorios a los trabajadores del museo fueron exhaustivos y hasta Pablo Picasso, un artista que empezaba a despuntar, tuvo que responder sobre la obra: se lo llegó a nombrar como parte del complot para robarla y estuvo a punto de ser detenido.

Vincenzo Peruggia era italiano y había trabajado como vidriero en el Museo del Louvre. Fue él quien, en diciembre de 1913, contactó al anticuario Alfredo Geri en Florencia. “He recuperado La Gioconda para Italia”, le dijo. Estaba seguro de que era sobre todo un héroe, y no el ladrón que había mantenido en vilo a toda Europa por más de dos años.

Peruggia se aferró a su versión cargada de venganza y de orgullo nacionalista cuando las fuerzas de seguridad italianas, y luego las francesas, lo interrogaron. Dijo que el robo era una forma de devolver a su tierra lo que Napoleón le habría quitado a Italia. No contaba con la verdad histórica: Leonardo había llevado su pintura a Francia en 1516 para ofrendársela a Francisco I, el rey galo en ese momento.

La Policía no sólo escuchó los argumentos de Peruggia. También secuestró documentación que le pertenecía, y encontró allí una lista de posibles compradores estadounidenses de la pintura. No todo era nacionalismo: había millones de dólares en juego.

Conocía pasillos que el público no conocía, sabía cuáles eran los puntos más débiles de la seguridad del museo. Y, por si eso fuera poco, él mismo había instalado el vidrio que servía de protección de la Mona Lisa.

El lunes del robo se vistió con el delantal blanco que usaban los empleados del museo y caminó con seguridad hasta la sala Carré. Sin llamar la atención de nadie y sin dudar, descolgó la obra que con el tiempo iba a volverse la más famosa del mundo.

Sereno, caminó hasta una escalera poco transitada. Sacó la pintura de la caja de vidrio que la custodiaba y, después, del marco. La escondió entre su ropa y se abrió paso por una París que no se escandalizaría sino hasta el día siguiente.

La Justicia francesa condenó a Peruggia a poco más de un año de prisión, aunque finalmente cumplió sólo siete meses. En Italia, el ladrón fue reivindicado por muchos como un hijo pródigo. Y en el medio de la trama de su robo misterioso, millonario y afamado, creció cada vez más la figura de un argentino en las sombras.

Según el texto de Decker, el “marqués argentino” contaba con Yves Chaudron, un falsificador de enorme talento. Convenció a Peruggia de que La Gioconda debía regresar a Italia y que, para eso, debía robarla del museo en el que había trabajado. Mientras tanto, se encargó de vender seis copias perfectas a millonarios estadounidenses: a todos les aseguró que tenían la obra original de Da Vinci.

En su confesión, Peruggia nunca habló del marqués. La Policía no halló ninguna de las copias. Pero durante décadas la historia de cómo habría perpretrado el millonario robo era uno de los temas de conversación más frecuentes de los salones y los buques transatlánticos más lujosos de Occidente. Su motivación, en todo caso, estaba clara: había sido millonario, había dilapidado su fortuna y quería recuperarla.

Su vuelta al Museo del Louvre fue en 1914: la esperaban sensores, una vitrina blindada y más custodia que nunca antes. La seguridad de la pintura de Leonardo se reforzó como nunca, algo que seguiría ocurriendo con el correr de las mejores tecnológicas.

La reinterpretaron Marcel Duchamp, Salvador Dalí y Andy Warhol. Picasso estuvo a punto de ir preso, acusado por su robo por algunas horas. Mucho más acá en el tiempo, el novelista Dan Brown la situó en el centro de su exitosísimo best seller El Código Da Vinci.

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