27 de diciembre de 2024
El graduado, o cuando Dustin Hoffman actuaba de judío
Hace ya mucho tiempo los judíos asistimos a una circunstancia inaudita en la que nuestros textos y nuestro folclor son reproducidos en productos de consumo cultural de gran éxito y difusión desde plataformas audiovisuales, en películas, series, libros, e incluso, recientemente, desde el mismo estrato del discurso oficial
“Qué cara de boludo que tiene Hoffman”, es lo primero que pienso -con el perdón de los beatos- mientras las imágenes transcurren frente a mí. El semblante de piedra, la mirada inexpresiva, indecisa, de un joven aniñado que no se atreve a romper con las ligaduras que lo atan al hogar paterno. Así, pienso de nuevo, se debe haber visto la cara del patriarca Isaac (esta sí que no me la perdonan los beatos), un muchacho hondamente afectado por la conducta embrutecida de un padre que intenta practicar sobre su cuerpo inerme el primer filicidio de la historia.
La elección de Hoffman para hacer el papel de Benjamin Braddok no puede haber sido casual: los ojos algo caídos, como los de mi madre, destilan un pavor atávico propio de lo mosaico; la nariz prominente, el septum ligeramente desviado que culmina en un remate aguileño (estocada magistral del dios hebreo), evocan el típico perfil ashquenazí que con orgullo porta mi padre. En todo caso, el judío Hoffman representa mucho más que evocaciones de figuras arquetípicas. Encarna la quintaesencia de lo judío: la alteridad. La estrella de Hollywood es la máxima manifestación del Otro, del paria, el díscolo, el que no encaja en el orden preestablecido.
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Hace ya mucho tiempo los judíos asistimos a una circunstancia inaudita en la que nuestros textos y nuestro folclor son reproducidos en productos de consumo cultural de gran éxito y difusión desde plataformas audiovisuales, en películas, series, libros, e incluso, recientemente, desde el mismo estrato del discurso oficial. Cual cruz que se desempotra de su sitio, nuestro acervo, antes circunscrito al pequeño cenáculo de la comunidad religiosa, ha sido desplazado del reducto de lo privado y expuesto en la palestra de lo público. Si esto es bueno o malo para los judíos, pregunta que se habría hecho mi abuela ante esta situación, no lo sé.¿Es posible soñar con un mundo más humano, incluso desde el lugar de lo mainstream y ya no desde los márgenes? ¿Es posible sentir el dolor del doliente o reconocerse en la extranjería del extranjero cuando uno goza de una posición de aceptación? Esto no se lo preguntaría mi abuela. Me lo pregunto yo. La sociedad necesita (necesitó siempre) del judío en tanto manifestación última de la alteridad, pero también del soñador. Si el judío no aprende a soñar de nuevo, bajo las nuevas condiciones que le presenta la realidad, qué nos quedará a nosotros, los simples mortales que han aprendido a vivir demasiado despiertos en un presente que se agota en sí mismo.