Miércoles 11 de Diciembre de 2024

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12 de octubre de 2024

La historia de amor de Luis Suárez y Sofía Balbi: del flechazo cuando él cuidaba autos al lazo que le salvó la carrera

El delantero y su esposa se conocieron cuando eran adolescentes. Ella lo respaldó en los malos momentos y la unión no se rompió ni con 10.000 kilómetros de distancia como obstáculo. Hoy disfrutan de sus hijos y de la vida en Miami junto a la familia Messi

>Luis Suárez tenía 15 años y el futuro se le antojaba tan lejano como improbable. A menudo se veía inmerso en peleas callejeras o gastando el tiempo en cosas que no llevaban a ningún lado. Todo cambió un día de octubre de 2002, en Montevideo.

“Estaba desorientado, la conocí en el momento justo”, diría muchos años después, recordando cómo se cruzaron sus miradas en un rincón de Montevideo. Lo que comenzó como una amistad forjada entre largas caminatas y charlas interminables, pronto se convirtió en algo más. Pero no era una historia de amor corriente. Vivían a 24 kilómetros de distancia, una frontera que a veces parecía insuperable. Sin embargo, Lucho encontraba la manera de verla. Pedía prestadas bicicletas, se montaba en autobuses llenos de gente o caminaba mucho. Todo por robarle una sonrisa y escucharla hablar sobre su día.

Los días pasaban rápido, y Sofía se convirtió en la razón por la que Suárez volvió a pisar con determinación un campo de fútbol. Cada gol que anotaba en las ligas juveniles lo acercaba un poco más a su promesa secreta: ser alguien por quien ella pudiera sentirse orgullosa.

“Era un adiós, un gusto haberte conocido”, recordaría él muchos años después. La despedida no fue de aquellas con la esperanza de un pronto reencuentro, sino un corte abrupto, como si el destino los obligara a separarse. Hubo lágrimas contenidas y miradas fijas en el suelo.

Luis quedó allí, observando el horizonte vacío. “Lloré terriblemente”, confesaría más tarde. Fue como si, en ese momento, todos sus sueños también se fueran con Sofía. La chica que lo había ayudado a encontrar un propósito en la vida, a enfocarse en su pasión por el fútbol y a alejarse de las malas compañías, ahora se iba.

Sin embargo, una tarde, mientras revisaba su correo en un café de Montevideo, encontró un mensaje de Sofía. Eran apenas unas líneas, pero el corazón le latió con fuerza al leerlas. Ella le contaba cómo era su nueva vida en España, lo mucho que extrañaba Uruguay y, sobre todo, cuánto lo extrañaba a él.

Ese pequeño mensaje se convirtió en el faro que lo sacó de la oscuridad. A partir de ahí, el ciberespacio se convirtió en su refugio. Pasaban horas frente a la computadora, riéndose como si aún estuvieran sentados en el parque de Montevideo. Sofía lo alentaba a seguir con el fútbol, a no darse por vencido, a creer en el sueño de llegar a Europa.

Pero las palabras, por más sinceras que fueran, necesitaban de acciones. Y así, un día, mientras se entrenaba solo en una cancha vacía, Luis recordó una frase que su entrenador, Ricardo Murmullo Perdomo, le había repetido hasta el cansancio: “O centras tu vida o te vas de aquí”. Decidió enfocarse, recuperó su lugar en el equipo juvenil de Nacional y, con cada gol que anotaba, parecía estar gritando al viento: “¡Esto es por vos, Sofía!”

Cuando finalmente lo contrataron en el Groningen de Holanda, a los 19 años, lo primero que hizo fue conseguir una manera de viajar a Barcelona. Quería demostrarle a Sofía que sus promesas no eran palabras vacías. Llegó un viernes lluvioso y, cuando la vio en la puerta del aeropuerto, su corazón casi se detiene. Ella estaba más alta, su cabello más largo, pero la sonrisa era la misma de siempre. Se abrazaron con la fuerza de dos almas que habían soportado una prueba que muchos habrían fallado.

Lucho bajó del avión en Holanda con una valija cargada de ropa y un corazón ansioso. Era 2006, y por primera vez en su vida había cruzado el océano para cumplir su promesa. Lo contrataron en el Groningen, un club modesto, pero la verdadera razón de su sonrisa no era el contrato ni la oportunidad profesional: estaba más cerca de Sofía. Los 10.000 kilómetros que antes los separaban se habían reducido a 1.350, una distancia que ahora parecía insignificante.

Las primeras semanas allí fueron una mezcla de entusiasmo y soledad. Luis no hablaba ni una palabra de holandés y apenas entendía el inglés básico que se usaba en el equipo. Vivía en un pequeño departamento en el centro de la ciudad, decorado con lo justo y necesario. Las paredes blancas y vacías acentuaban la sensación de soledad, especialmente cuando volvía a casa después de entrenar y se enfrentaba al silencio. Era entonces cuando su mente viajaba a Barcelona, a los días de sol caminando con Sofía por la rambla de Montevideo, a las risas compartidas bajo la sombra de un árbol. Todo parecía tan lejano y, al mismo tiempo, tan presente.

“Ese reencuentro lo cambió todo”, diría años después. Ella estaba esperándolo en el andén, con el cabello despeinado por el viento y una sonrisa tan amplia que parecía iluminar la estación entera. Corrieron hacia el otro y se abrazaron como si todo el tiempo que habían estado separados se comprimiera en ese instante.

Esa visita de fin de semana fue un torbellino de emociones. Pasearon por el barrio Gótico, rieron como en los viejos tiempos y hablaron de cómo sería la vida juntos si lograban superar la distancia. Luis sentía que Barcelona, con su bullicio y colorido, era un reflejo de la vitalidad de Sofía. Le propuso entonces lo que llevaba semanas maquinando en su mente: que se fueran a vivir juntos a Holanda.

Cuando ella finalmente aceptó, quedaba el escollo de los padres de Sofía. Luis, con la convicción propia de quien se juega el todo por el todo, se plantó ante ellos en el comedor de la casa de los Balbi y les pidió que confiaran en él. “Yo le daré estabilidad”, les dijo con una seriedad que desentonaba con su edad. Había cruzado océanos, renunciado a sus comodidades y soportado la soledad en un país extraño. Todo por ella. “Nunca le faltará nada, se los prometo”.

Contra todo pronóstico, lo lograron. Sofía dejó su hogar y se subió a un avión con Luis. Se mudaron juntos a un pequeño departamento en Groningen. El Pistolero se aferró a ella como un náufrago a su salvavidas. En el equipo aún luchaba por hacerse un nombre. La veía esperándolo a la salida del estadio, todo el esfuerzo valía la pena.

“Ella era mi estabilidad, mi casa”, comentó en una entrevista. “No sé si habría podido seguir adelante sin su apoyo”, supo comentar. Allí fue donde decidieron dar el siguiente paso: casarse. Fue una ceremonia íntima en 2009, sin lujos ni prensa. Solo dos chicos enamorados, aferrándose a su promesa compartida.

Cuando dieron el sí, Luis tenía 22 años y Sofía apenas 19, pero la madurez de ambos contrastaba con sus rostros jóvenes. “Ella siempre estuvo a mi lado, en los momentos difíciles, en los buenos… Siempre. Este paso era lo natural, lo que los dos queríamos,” declaró Suárez en una entrevista en Ámsterdam, poco después de la boda. El uruguayo había sido fichado por el Ajax y ya se perfilaba como uno de los talentos más prometedores de Europa. Sin embargo, en cada entrevista, en cada declaración, repetía una y otra vez el nombre de Sofía, como si fuera un mantra que lo mantenía centrado.

A Delfina le siguió Benjamín, en 2013, y luego Lautaro, en 2018. Cada nacimiento fue una celebración, no solo por la llegada de un nuevo miembro a la familia, sino porque significaba la consolidación de un proyecto que había comenzado años atrás, en un estacionamiento de Montevideo.

El escándalo desató una tormenta mediática. La prensa internacional lo condenó, lo llamaron “El Caníbal”, y su imagen fue duramente cuestionada. En medio del caos, Suárez encontró refugio en su familia.

Cuando finalmente debutó con el conjunto blaugrana, en octubre de 2014, lo hizo con el hambre de gloria que tenía aquel adolescente que viajaba en bicicleta para ver a Sofía. Los goles llegaron, y junto a ellos, la consagración: títulos de liga, copas y la tan ansiada Champions League, en compañía de sus dos nuevos amigos: Lionel Messi y Neymar. En ese contexto, se generó una relación simbiótica con la familia del argentino; con el propio delantero, Antonela Roccuzzo, Thiago, Mateo y Ciro. De hecho, hoy conviven todos en Miami, donde las estrellas brillan en el Inter y los primogénitos son compañeros en la Academia de la franquicia.

Sofía compartió en su cuenta de Instagram una foto del evento, con un mensaje que conmovió a todos sus seguidores: “Contando los días para volver a decirte que sí”. Y ese día llegó. Con los tres hijos de la pareja como testigos de honor. Los flashes de las cámaras no importaban, ni las luces ni los vestidos elegantes. Solo era importante ese momento, la sonrisa de Sofía y la mirada enamorada de Luis, recordando cómo todo había comenzado en una esquina de Montevideo.

Desde el pequeño departamento en Groningen hasta la mansión frente al Mediterráneo en Castelldefels, Sofía Balbi se mantuvo como la brújula que lo orientaba cuando todo a su alrededor se desmoronaba. Y también en los momentos emotivos, como cuando se despidió de la selección de Uruguay en septiembre, en el empate 0-0 ante Paraguay por Eliminatorias. En aquella ocasión, su media naranja y sus hijos estuvieron a su lado en el homenaje y lloraron junto a él en el césped, el lugar donde cimentó su carrera y el escenario de una historia de amor que tuvo a la pelota como testigo mudo.

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