Jueves 27 de Marzo de 2025

Hoy es Jueves 27 de Marzo de 2025 y son las 17:22 -

2 de septiembre de 2024

El día que las armas se callaron: la rendición de Japón y cómo una reunión de 23 minutos terminó con una brutal guerra de seis años

El general estadounidense Douglas MacArthur y el canciller japonés Mamoru Shigemitsu se sentaron en una mesa a bordo del acorazado “Missouri” a las nueve de la mañana del 2 de septiembre de 1945 para firmar la capitulación de la única nación que deseaba continuar la Segunda Guerra Mundial. Una historia de desconfianza, recelo, honor, amenazas y paz

>Poco después de las nueve de la mañana del domingo 2 de agosto de 1945, hace ya setenta y nueve años, y a bordo del poderoso acorazado “Missouri” de la Armada de los Estados Unidos, dos hombres temblaban sin poder evitarlo. Eran dos hombres poderosos, pero los nervios los traicionaban como a dos chicos frente a una mesa de examen. Uno era el general Douglas MacArthur, comandante en jefe de todas las tropas americanas en el Pacífico que, minutos después, se convertiría en una especie de virrey de los aliados en el Japón vencido. El otro era el canciller japonés Mamoru Shigemitsu, que encabezaba la delegación diplomática y militar que firmaría la rendición de Japón. La Segunda Guerra Mundial estaba a punto de terminar.

Shigemitsu temblaba porque para él y para su país, la rendición era la deshonra. Nadie, ni los señores de la guerra, ni los mandatarios políticos había aceptado firmar aquel documento desdoroso y desgraciado. El flamante canciller lo había puesto por escrito en Tokio, en aquellos días febriles previos a la dolorosa aceptación de la derrota: “La actitud de los mandatarios nipones, ahora que la guerra había acabado de forma tan inusitada, resultaba característica. Aborrecían, como un acto impuro, el hecho de asumir responsabilidad alguna sobre el escrito de rendición e hicieron todo lo que estuvo en su mano para eludirla”. Así que había cargado sobre sus espaldas con el cumplimiento de aquella misión. Pero había algo más. Shigemitsu debía sangrar por la abierta herida de la ironía: se había opuesto al ataque japonés a Estados Unidos en 1941, había sido contrario a las ambiciones del alto mando militar de su país durante la guerra y ahora debía estampar su firma en el documento que hacía abdicar al otrora orgulloso imperio del Sol naciente.

La rendición, la sucesiva paz, colgaba de un hilo muy fino y era el punto culminante de días de tremenda agitación en Japón. Mientras un sector de sus fuerzas armadas planeaba resistir el acuerdo de paz y asesinar a la plana mayor británica y estadounidense, dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki ardían todavía bajo el fuego de las primeras dos bombas atómicas, hasta ahora las únicas, lanzadas por Estados Unidos. No era difícil imaginar cuál hubiese sido la réplica de los aliados al ataque suicida japonés.

Las amargas lágrimas tragadas por el emperador se tradujeron en centenares de suicidios rituales de sus súbditos, muchos en las escalinatas del palacio imperial, que o bien no aceptaban la derrota, o se vieron infamados por haber escuchado la voz de Hirohito que había perdido así su condición de divinidad. Ese mismo 14 de agosto, después del mensaje imperial, Estados Unidos envió dos mensajes de diferente tono a los japoneses. Por un lado, lanzó el mayor ataque aéreo de la Guerra del Pacífico: dos mil bombarderos B-29 descargaron sus explosivos sobre lo poco que quedaba en pie de las instalaciones industriales y militares japonesas. Por otro, lanzaron “bombas” de papel, panfletos destinados a la población civil en los que se leía: “El pueblo japonés se enfrenta a un otoño extremadamente importante. Nuestra alianza de tres países presentó a vuestros líderes trece artículos de rendición para ponerle fin a esta guerra infructuosa. Esta propuesta fue ignorada por los líderes de vuestro ejército (…) Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad. Se ha determinado utilizar esta terrorífica bomba. Una bomba atómica tiene el poder destructivo de 2.000 B-29″.

Aun así, entre el 12 y el 15 de agosto, sectores radicalizados del Ejército Imperial intentaron un golpe de Estado para derrocar al gobierno del primer ministro Suzuki y encarar lo que sería la fatal guerra total. El golpe, con la hipócrita premisa que proclamaba que había que apartar al emperador para cuidarlo, contemplaba el traslado de Hirohito y su familia a un refugio seguro, lejos de Tokio, tal vez en alguna de las islas vecinas. En Nagano, una ciudad al noreste de la capital imperial, el Cuartel General japonés se había instalado en cuevas subterráneas destinadas a albergar a quienes dirigirían la guerra total y a alojar a Hirohito y los suyos. Además, dejaron todo por escrito. En el diario del Cuartel General Imperial quedó registrado un estremecedor vaticinio hecho por el militarismo japonés: “Ya no podemos dirigir la guerra con alguna esperanza de éxito. El único plan que queda es que los cien millones de japoneses sacrifiquen sus vidas cargando contra el enemigo para hacerles perder la voluntad de combatir”.

El intento de golpe no pasó de ahí. Corrió sangre en el palacio, que fue tomado en parte por los golpistas, hasta que sus cabecillas, derrotados, se suicidaron después de algunos desesperados intentos de lanzar las tropas a las calles. Sin embargo, en esos casos siempre algo queda, la tentativa dejó sembrada otra peligrosa semilla de discordia para que germinara entre el 14 de agosto y el 2 de septiembre, los días que separaban el anuncio de Hirohito de la ceremonia prevista para la firma de la rendición. Los golpistas también habían logrado que el gabinete del primer ministro, el almirante Kantaro Suzuki, renunciara en pleno y que el nuevo primer ministro japonés fuese Higashikuni Naruhiko, tío del emperador. El canciller Shigenori Togo, otro de los cerebros políticos que en 1941 se había opuesto al ataque a Pearl Harbor y que ahora pugnaba por la paz, había cedido su sillón al golpeado Shigemitsu.

Stalin, artero y malicioso, jugó el papel de buen componedor pero terminó por declarar la guerra a Japón el 9 de agosto, horas después del segundo estallido nuclear en Nagasaki. El líder de la URSS tampoco podía, ni quería, hacer nada diferente. El compromiso de exigir la rendición incondicional de Japón había sido sellado a fuego con Estados Unidos y Gran Bretaña en la conferencia de los “Tres Grandes” celebrada en Potsdam, Alemania, en julio de 1945. La declaración de Potsdam era durísima contra el único país empeñado en proseguir con la guerra. Imponía al Japón derrotado la eliminación “para siempre de la autoridad e influencia de aquellos que han engañado al pueblo de Japón y lo han llevado a embarcarse en la conquista del mundo”; la ocupación de “puntos del territorio japonés a ser designados por los aliados”; limitaba la soberanía japonesa a “las islas de Honshū, Hokkaidō, Kyūshū, Shikoku y las islas menores que determinemos. (…) Las fuerzas armadas japonesas serán desarmadas completamente. (…) Se impondrá severa justicia a todos los criminales de guerra, incluyendo a aquellos que han infligido crueldades a nuestros prisioneros”.

También concedía y recomendaba: “No pretendemos que los japoneses queden esclavizados como raza o destruidos como nación. (…) El gobierno japonés deberá eliminar todos los obstáculos para la reactivación y fortalecimiento de las tendencias democráticas en el pueblo japonés. Se deberán establecer la libertad de expresión, de culto y de conciencia, además del respeto a los derechos humanos fundamentales. (…) Se le permitirá a Japón mantener dichas industrias que sostengan su economía y le permitan el pago sólo en especie de las reparaciones (…) Se permitirá la participación japonesa en las relaciones comerciales mundiales (…) Las fuerzas ocupantes aliadas se retirarán de Japón en cuanto se hayan completado estos objetivos y se haya establecido, de acuerdo con la voluntad del pueblo japonés, expresada libremente, un gobierno responsable e inclinado hacia la paz”. Pero también amenazaba: “Demandamos al gobierno de Japón que proclame ahora la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas y proporcione garantías auténticas y adecuadas de su buena fe en dicha acción. La alternativa para Japón es la inmediata y completa destrucción”.

Con ese panorama en puerta, y en ciernes, el gigantesco acorazado “Missouri” hundió su proa en la Bahía de Tokio al atardecer del 1° de septiembre, pendiente de algún ataque kamikaze o de alguna mina marina. Una gigantesca flota iba detrás de ese buque, que era insignia del almirante William Halsey, comandante de la Tercera Flota en los días de la decisiva batalla en el golfo de Leyte. Todo pretendía tener un viso de normalidad, incluidos algunos ceremoniosos desatinos: un grupo de oficiales de la armada japonesa abordó el “Missouri” para entregar al capitán las llaves de la ciudad de Yokosuka, vecina al sitio donde se suponía iba a anclar el acorazado americano. Con la sombra de los kamikazes sobre la cabeza, como para llaves de la ciudad estaba el capitán de la nave que siguió de largo, pasó delante de buques japoneses de guerra, con sus cañones taponados y en posición abatida, y se detuvo recién a unos diez kilómetros de Yokohama: cuando llegó la noche, la Bahía de Tokio estaba copada por doscientos sesenta buques de guerra estadounidenses. No todos iban a presenciar la rendición: en esos buques viajaba parte del ejército de ocupación que regiría en los siguientes años los destinos del Imperio.

El “Missouri” relucía. El acorazado había sido limpiado, lustrados sus bronces, pintado sus aceros (la pintura era un bien muy escaso) y le habían emparchado las heridas de sus andares por la guerra del Pacífico. En lo alto del mástil principal flameaba la bandera de Estados Unidos; en el resto del buque lo hacían las banderas de Gran Bretaña, la URSS, China y también la de Francia, porque el documento de rendición sería firmado en nombre del gobierno provisional de la Francia libre por el enviado especial del general Charles De Gaulle, el general Philippe Leclerc, el tipo que en agosto del año anterior había liberado París con sus tanques y con la ayuda de los blindados y las tropas americanos.

La delegación japonesa, encabezada por el canciller Shigemitsu, abordó el “Missouri” a las ocho cincuenta y cinco de la mañana. Para ellos había sido un amanecer agitado. Bien temprano en la mañana, habían pasado por la residencia del jefe del gobierno japonés y, luego, por el Palacio Imperial, donde se inclinaron en una respetuosa reverencia. Integraban esa dolida misión, además de Shigemitsu, el ex jefe del Ejército, general Yoshijiro Umezu, uno de los llamados “Seis Grandes” de la guerra. Umezu había sido el primero en admitir, en privado, que la guerra estaba perdida aunque, en público exigía continuar hasta poder imponer condiciones a los aliados para su propia rendición. Lo llamaban “La máscara de marfil”. A las dos figuras más descollantes de la delegación les seguían dos contralmirantes relativamente jóvenes: Sadatoshi Tomioka, que también había sido contrario a que Japón atacara Pearl Harbor e Ichiro Yokoyama, el último agregado militar japonés en Estados Unidos antes de la guerra. Se sumaban otros siete funcionarios de menor rango.

Todos llegaron a Yokohama para abordar el destructor americano “Landsowne”, un viejo guerrero del Pacífico, en el que viajaron por una hora hasta donde estaba anclado el “Missouri”. El capitán del “Lansdowne” maniobró hasta colocar su buque casi a la par del Missouri, una lancha transportó a los viajeros y amarró junto a la escalera de embarque y Shigemitsu trepó cada escalón con notoria dificultad. Vestía frac y sombrero de copa negros, el uniforme de las grandes ceremonias, y dio sus primeros pasos sobre la cubierta del acorazado rengueando y apoyado en un bastón: había perdido una pierna en Corea, por un atentado terrorista, y usaba una prótesis de madera.

Recién cuando los japoneses estuvieron en sus sitios y el gentío a bordo en silencio, aparecieron en cubierta MacArthur y dos veteranos de la Armada, los almirantes Halsey, dueño de casa, y su par Charles Nimitz, el “Almirante de la Flota”, el más alto cargo de la Armada, concedido por el Congreso estadounidense, y había participado en batallas decisivas como la de las Islas Marianas y las que favorecieron el desembarco de la infantería en Iwo Jima y en Okinawa.

Con el papel temblando en sus manos que también temblaban, y el tipo no era un sentimental, MacArthur dijo esa mañana: “Las cuestiones que afectan a ideales e ideologías divergentes, han sido ya decididas en los campos de batalla del mundo y, en consecuencia, no han de ser objeto de nuestro debate o discusión. Y tampoco hemos ahora de reunirnos, representando como lo hacemos a la mayoría de los pueblos de la Tierra, en un espíritu de desconfianza, malicia o animadversión; antes bien, vencedores y vencidos hemos de elevarnos hasta aquella excelsa dignidad que merecen los sagrados propósitos que estamos a punto de servir, comprometiendo sin reservas a nuestros pueblos en su leal cumplimiento”.

¿Qué decía, entre otras cosas, aquel documento histórico? “Nosotros, actuando por orden y en nombre del Emperador del Japón, el Gobierno japonés y el Cuartel General Imperial Japonés, por el presente aceptamos los términos de la declaración expedida por los titulares de los gobiernos de los Estados Unidos, China, y la Gran Bretaña el 26 de julio de 1945 en Potsdam, y subsecuentemente por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, quienes en adelante serán referidos aquí como las Potencias Aliadas. (…) Por el presente proclamamos la rendición incondicional a las Potencias Aliadas del Cuartel General del Imperio Japonés y de todas las fuerzas armadas japonesas y todas las fuerzas armadas bajo el control japonés donde sea que estén situadas. (…) Ordenamos a todas las fuerzas japonesas donde sea que se encuentren, y al pueblo japonés, a cesar hostilidades inmediatamente, a preservar y salvar de daños a todas las embarcaciones, aeronaves, toda propiedad militar y civil, y a cumplir con todos los requerimientos impuestos por el Comandante Supremo de las Potencias Aliadas o por las agencias del Gobierno Japonés bajo su mando”.

Después, fue el turno de MacArthur. Vestía su uniforme color caqui en el que destacaba, por ausencia, una sola cosa que sus soldados notaron de inmediato: el general no lucía ninguna de sus bien ganadas condecoraciones, sólo un círculo con cinco estrellas de plata en las puntas del cuello de su camisa, símbolo de su rango. Decretó que él iba a firmar “en nombre de todas las naciones en guerra con Japón”, y firmó. Después lo hicieron los testigos: Nimitz, Halsey, el teniente general Jonathan Wainwright, que se había rendido años antes a los japoneses en Filipinas, y el teniente general británico Arthur Percival, quien también se había rendido a los japoneses en Singapur: cada uno recibió una de las seis lapiceras usadas en la firma del documento. Después, la delegación japonesa hizo una reverencia y todos se retiraron por la misma pasarela por la que habían trepado al “Missouri”. La ceremonia, que había durado apenas veintitrés minutos, había puesto final a una guerra de seis años.

Hablaba de su proyecto político, además de a sus hombres. Se preparaba para ser un virrey de Japón. En sus años de regidor, siempre con el emperador como figura ya decorativa. MacArthur dictó una nueva constitución, reformó la economía japonesa, enjuició a los criminales de guerra, diseñó un nuevo sistema educativo alejado del militarismo, eliminó la censura de prensa y abrió paso a una amplia regulación de los medios de comunicación. Ejerció ese cargo hasta 1952.

Era verdad. Todo había concluido.

COMPARTIR:

Comentarios

  • Desarrollado por
  • RadiosNet