Jueves 25 de Septiembre de 2025

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25 de septiembre de 2025

Hace 200 años, se celebraba el primer culto anglicano en Buenos Aires

El Tratado con Gran Bretaña de 1825 incluyó una cláusula de tolerancia. Ese mismo año llegaba un clérigo de la Iglesia Anglicana y oficiaba el primer servicio protestante el 25 de septiembre

>Tan acostumbrados estamos en Buenos Aires al pluralismo inmigratorio y a las genealogías cosmopolitas como núcleos productores y escaparates de la diversidad religiosa, que nos cuesta imaginar un tiempo largamente pasado, cuando ese fenómeno era una incipiente y quizá hasta escandalosa (o, por lo menos, sorprendente) novedad.

La apertura a las ideas liberales y a modelos políticos de una más amplia tolerancia civil que empezó a verificarse a partir de la Revolución de Mayo, se acentuó sensiblemente en la llamada “época de Rivadavia”, que comienza con su desempeño como ministro de Martín Rodríguez, en 1822, y culmina en su cuestionable y malograda presidencia, entre 1826 y 1827.

Aquella ancestral uniformidad de las creencias religiosas, moldeada en la matriz dominante de la Iglesia Católica Romana (cuyas fiestas marcaban el compás del calendario y cuyas campanas señalaban las horas del día en la vida virreinal) y su unidad intrínseca con la Corona tras siete siglos de reconquista peninsular, se había impuesto como un hecho natural durante el período hispánico, cuando prácticamente todos los habitantes del territorio que luego fue la República Argentina provenían de linajes españoles (o italianos o portugueses) y profesaban coralmente aquella fe católica. No ha de olvidarse la prohibición de pasar a América que pesaba sobre moros y judíos; y más tarde, en tiempos de Carlos Iº o de Felipe IIº, las contiendas con los heterodoxos que formaban las filas del protestantismo y para quienes, a su turno, el Concilio de Trento había decretado su programa de condenas dogmáticas e interdictos canónicos de diversa índole.

Pero, entre nosotros y luego de las rupturas de 1810, la progresiva llegada y el avecinamiento de migrantes procedentes de naciones donde el catolicismo no era ni la religión oficial del Estado ni la iglesia mayoritaria (Inglaterra, Escocia, los Estados Unidos de Norteamérica, las repúblicas, ciudades libres y reinos alemanes, los países escandinavos, los Países Bajos etc.) provocó el primer agrietamiento de aquella unidad religiosa tan monolítica.

Fueron los británicos, por integrar la colonia extranjera más temprana, más numerosa y más influyente en el comercio y la política exterior, quienes se adelantaron a reclamar ciertas libertades civiles que debían operar en los contornos socio culturales del mundo mercantil, y sin cuya garantía se hacía muy difícil el arraigo de los extranjeros en el país de adopción. Para ello, era necesario un instrumento de derecho público capaz de asegurar la libertad de creencias religiosas traídas como bagaje identitario desde la patria de origen, incluso en abierta disidencia con la Iglesia Católica Romana.

Más aún, si los gobiernos independientes se proponían atraer a los migrantes para utilizarlos como fuerza laboral (de ahí la creación de las llamadas “comisiones de emigración”, y la figura de los “agentes inmigratorios”, que reclutaban familias en la Europa protestante) y muy especialmente en el modelo de “colonias agrícolas” (como la colonia de escoceses de Santa Catalina en los confines de las Lomas de Zamora, o la frustrada colonia de alemanes en la Chacarita, ambas del año 1825), entonces debían ser ofrecidas unas condiciones de perfecta adaptabilidad al medio local que no privaran a los migrantes de su propia fortaleza identitaria. De nada valía convocarlos, como dijo Alberdi, si luego se les impedía practicar su religión o educar a sus hijos según el idioma y las costumbres de origen.

En febrero de 1825 fue celebrado un Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y Gran Bretaña. Fue el primer tratado internacional firmado por el gobierno argentino que serviría para una más intensa penetración económica británica, a causa de su ilusoria cláusula de reciprocidad en el tonelaje marítimo. Curiosamente, las provincias no advirtieron la previsible ruina futura de sus economías, derivada de aquella desigualdad de trato entre una potencia imperial desarrollada y un país nuevo, dependiente y quebrado por la guerra. En cambio, en la mayoría de los casos, los delegados del interior ante el Congreso prefirieron entretenerse en objetar lo que fue calificado de “sacrílega” innovación en materia de cultos, que era la cláusula de tolerancia.

Comenzaba, así, el ciclo de una diversidad religiosa visible y pública, amparada ahora por el derecho de gentes y su concreta recepción en un compromiso jurídico internacional, asumido por el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Era, sin dudas, un nuevo paradigma en la materia, ya que, como dijo el cronista de “Cinco años en Buenos Aires”, a partir de entonces los protestantes pudieron edificar sus iglesias y ello fue un triunfo sobre los antiguos prejuicios, ya que antes del Tratado sólo se permitían los templos católicos romanos.

Con todo, ¿quizá los anglicanos pudieron ser considerados por la porción más liberal de la sociedad porteña como un grupo religioso per se, que poseía un capital espiritual legitimado por su adherencia a la monarquía británica? Otro tanto cabría preguntarse en atención a esa mezcla reformada de luteranismo y calvinismo que representó, años más tarde, la Congregación Evangélica Alemana en Buenos Aires.

Si indagáramos en las fuentes ideológicas más remotas de esta novedosa preceptiva civil, deberíamos poner la mirada en la “Carta sobre la Tolerancia” del filósofo y médico inglés John Locke, publicada en latín en Holanda en 1689 y, ese mismo año, en inglés (“A Letter concerning Toleration”).

La tesis de Locke es una defensa política del derecho a disentir en materia religiosa y a congregarse en asambleas eclesiásticas (que eran siempre sospechadas de conspiradoras) en tanto no se alterara la paz social, cuya salvaguarda era competencia a los magistrados, ya que la base iusnaturalista de esta tolerancia es el derecho que todo ser humano tiene de venerar a su Dios en la forma que mejor le cuadre. Decía Locke que “no está en manos del magistrado prohibir los ritos sagrados de cualquier iglesia…”

Los términos que utiliza el Tratado anglo-rioplatense en su artículo 12º (que los súbditos británicos protestantes no serán inquietados, perseguidos ni molestados) resuenan con el eco de aquellas ya remotas y superadas jornadas de persecución religiosa en Inglaterra, y no menos que con el espectro de los tiempos inquisitoriales (aunque con frecuencia exagerados por la historiografía liberal) del ciclo hispánico en América.

En suma, como había escrito Locke, “el magistrado no tiene ningún poder para hacer algo respecto al bien de las almas humanas o a sus intereses en la otra vida” y sólo se le ha conferido autoridad para velar por la paz social.

En agosto de ese mismo año, tras dos meses de travesía, llegó a Buenos Aires, enviado por la “Sociedad Bíblica” y munido de Biblias en inglés, español y alemán, el Reverendo John Armstrong, ex capellán en Honduras Británica (o Belice) y destinado a ser el primer capellán oficial de los residentes británicos pertenecientes a la Iglesia de Inglaterra. Su viaje ponía a prueba un nuevo sistema de distribución de la Biblia, ahora a través de agentes o delegados regionales en vez de vendedores ambulantes.

Armstrong había nacido en 1787 en Prittlewell, Essex (Inglaterra), estudió su bachillerato en Artes en Cambridge, y había trabajado como diácono en Bedfordshire. En 1812 fue ordenado presbítero por el obispo de Londres en la real capilla del Palacio de St. James.

Al momento de partir de Plymouth, el 8 de junio, había escrito que apenas tuvo tiempo de confiar en que el Señor iba a favorecer su viaje y a bendecir su tarea, sabiendo que contaba con las oraciones de quienes apoyaban su misión. Pero, expresaba que su fe radicaba, sobre todo, en las promesas de aquella Palabra Divina que él se proponía poner en circulación a través de las Biblias. Y, de hecho, pedía ese soporte de Dios, desde el momento en que confesó haber hecho el enorme sacrifico de separarse, momentáneamente, de su mujer (Elizabeth Damont) y sus seis hijos.

Pronto, y ante la certeza de su corta estadía (porque su misión como agente bíblico era apenas una visita que debía durar pocas semanas), decidió que sus días domingos no fueran del todo ociosos y se ofreció para celebrar cultos en inglés, ante el representante de la Corona, quien aceptó. Una modesta capilla fue preparada para ese propósito y allí se lo pudo ver y oír a Armstrong por vez primera en función de celebrante, como relataremos en seguida.

Ciertamente, aquella colectividad británica mayormente protestante que integraban más de tres mil personas no disponía de lugares para el culto público, de modo que, como lo consignó Woodbine Parish en una carta a George Canning, los Bautismos, Matrimonios y Funerales se cumplían de un modo irregular. Sólo Con el establecimiento de Armstrong, los oficios de los protestantes británicos comenzaron a celebrarse de un modo regular y según el propio rito.

Era apenas un pequeño salón que el gobierno autorizó para acondicionar como capilla (se la bautizó como British Episcopal Chapel), ya que aún no se había erigido en Sudamérica ningún templo que no fuera católico romano, a excepción de la muy modesta capilla funeraria del cementerio del Socorro, cuyo uso quedaba acotado exclusivamente al ceremonial de difuntos.

Aún en la previsible modestia de este primer edificio para el culto (sobre todo si se lo compara con los templos coloniales del centro de la ciudad y, en especial, con los más cercanos que eran el de los franciscanos, el de los dominicos y el antiguo templo ignaciano de los padres jesuitas), la colonia angloparlante vino a poner en crisis la percepción del “monopolio eclesiástico”, plasmado como presencia excluyente en el espacio social urbano. Porque en una comunidad todavía atada a los modismos aldeanos o semi aldeanos, como debía ser Buenos Aires, nadie iba a ignorar que allí se celebraban oficios con un ritual diferente y en un idioma que no era el latín esclerotizado de la liturgia romana, sino el inglés dinámico del moderno comercio portuario.

El lugar fue refaccionado por un albañil de apellido Welsh, mientras la carpintería fue ejecutada por MacKenzie, Edgar & Black. Había dos guardianes (“churchwarden”) y una organista llamada Mary Robinson. Este último dato es relevante en cuanto al rol que las mujeres podían cumplir, ya en aquella época, en los oficios anglicanos, y teniendo en cuenta la importancia que el culto protestante le atribuye a la música como medio de alabanza a Dios y como recurso para potenciar la oración y la participación de la asamblea. Cuesta imaginar a una mujer organista en una iglesia católica en 1825.

El delicado desempeño de Armstrong fue elogiado desde el comienzo en los despachos diplomáticos de la Legación inglesa, poniendo el acento no sólo en su labor pastoral, sino también desde el punto de vista de la identidad británica de la cual era un portador privilegiado. Se lo estimó como una persona “prudente, amable y piadosa”.

Como reveló la citada historiadora Maxine Hanon, al poco tiempo llegó la familia del clérigo (su mujer y cuatro de sus hijos) y establecieron su primer domicilio en el barrio del cementerio protestante, cuyo servicio de capellanía quedó a su cargo, conviviendo allí con tres personas de servicio venidas de Inglaterra y un sirviente o esclavo pardo.

Armstrong fue muy respetado en el medio local y tuvo parte activa en el logro del templo monumental definitivo y en la organización de las instituciones anglicanas dedicadas al culto, la educación, la lectura y la tarea social. Dejó Buenos Aires para siempre en 1842, con rumbo a Montevideo y, luego, a Norteamérica. Siempre al servicio de la Iglesia Anglicana, murió en Canadá en 1865.

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