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21 de abril de 2025

La clase media que fuimos ya no se reconoce en el espejo

En su nuevo libro “Clase media, mito, realidad o nostalgia”, Guillermo Oliveto describe cómo millones de argentinos enfrentan una ruptura identitaria marcada por el derrumbe del consumo y la inestabilidad cotidiana

>“La clase media en la Argentina es una gran construcción simbólica, un lugar de llegada y de pertenencia. Una fuente de identidad, una aspiración, una razón de ser. Una luz en la oscuridad de todos los túneles por los que ha cruzado esta sociedad golpeada y maltratada hasta el hartazgo.” — Guillermo Oliveto

Ambos se entienden sin necesidad de teorías. Comparten una memoria afectiva, una historia vivida desde adentro. Oliveto, formado en administración pero transfigurado por la observación antropológica del consumo, ha dedicado décadas a descifrar el pulso cultural de un país en estado de mutación constante. En su nuevo libro, “Clase media. Mito, realidad o nostalgia”, publicado por Paidós, propone detenerse en esa figura movediza, desgastada y aún central: la clase media como signo, como anhelo, como refugio.

La pertenencia se construía sobre un sistema de valores heredados. Oliveto los enumera como si repasara un altar familiar: esfuerzo, mérito, educación, sacrificio, abnegación. El ascenso social no era un golpe de suerte sino un camino trazado. El objetivo no era volverse rico, sino ser alguien. Tener cultura, tener casa, tener palabra. Había una ética de la decencia. Había orgullo.

Por eso duele tanto cuando se rompe. Porque no se rompe solo una economía: se resquebraja una identidad. Cuando se pierde el trabajo, o se pierde la escuela, o se pierde la confianza en el futuro, lo que se desvanece no es un ingreso, sino una forma de vida.

El consumo, muchas veces banalizado por la macroeconomía, es en realidad —según Oliveto— una forma de identidad simbólica. Lo que se compra, se desea o se exhibe es una forma de narrarse. En una sociedad obsesionada con la comparación, la clase media se constituyó mirándose en el otro. No había tradición ni casta. Todo era nuevo. La heladera, el auto, el walkman. Todo contaba algo. Todo era una marca del esfuerzo. Una forma de decir: “Yo también pertenezco”.

La clase media argentina, dice Oliveto, es más que una franja estadística: es el corazón cultural del país. Y su mayor tragedia es que ya no se ve a sí misma. Se mira al espejo y duda. Ya no dice “soy clase media”. Dice: “Soy trabajadora”, “soy remadora”, “estoy sobreviviendo”, “soy pobreza intermitente”. Cuando cambia el lenguaje, cambia el lugar en el mundo.

Y sin embargo, la imagen resiste. Aunque haya sido golpeada, fragmentada, despreciada por un discurso político que la llamó “clase mierda” o “medio pelo”, la clase media aún pulsa en el imaginario nacional. Tal vez por inercia. Tal vez por fe. Tal vez porque, como dice Oliveto, es una luz que nunca se apaga del todo. Una esperanza realista que sobrevive a pesar de todo. O, justamente, por todo.

Alguna vez, Argentina fue un país bueno. No perfecto, no próspero, no milagroso. Bueno. En el sentido más elemental y difícil: un lugar donde se podía vivir sin miedo al abismo, sin la certeza de la pérdida, sin el escepticismo como único horizonte.

Guillermo Oliveto le pone números a la emoción: 4% de pobreza, un índice de desigualdad similar al de Francia o Alemania, una cohesión social rara en el continente. Pero eso es solo el andamiaje. Lo verdadero, lo que vuelve como una bruma, son los gestos cotidianos que construían identidad. El padre que planchaba su camisa blanca para ir a la oficina. La madre que acompañaba a los hijos a la escuela pública. El orgullo de tener libros en casa. El televisor nuevo, el walkman, la heladera. El ascenso era lento, pero era posible. Había una escalera. Hoy apenas quedan escombros.

La nostalgia no es el pasado: es el dolor por la ausencia de sentido. En aquel país, el progreso era una narrativa compartida. No era un privilegio, era un deber. Se trabajaba para vivir mejor, sí, pero también para ser alguien. El esfuerzo tenía recompensa. Y la recompensa era mostrable, no vergonzante.

La distancia entre aquel país y este no es solo estadística. Es emocional. Es moral. En la conversación con Fernández Díaz, Oliveto recuerda que el guardapolvo blanco era algo más que un uniforme: era el símbolo de la homogeneidad inicial, de la posibilidad de empezar desde el mismo punto, sin importar cuánto había en la billetera familiar. Esa Argentina se pensaba como un proyecto de todos, no como una suma de fragmentos.

Hay transformaciones que no se ven. No son visibles en las fotos, ni en los discursos, ni en las estadísticas. Pero están. Se filtran en el lenguaje, en la forma en que uno responde a la pregunta más sencilla y más íntima: “¿Quién sos?”.

Guillermo Oliveto lo llama con precisión clínica: una mutación genética. No en el cuerpo, sino en la cultura. En lo más hondo de la identidad argentina. Durante décadas, generaciones enteras se miraron al espejo y vieron a una persona de clase media. Aun en la pobreza material, aun sin crédito, sin obra social, sin casa propia. El imaginario era más fuerte que los hechos.

Peor aún es cuando no se dice nada. Cuando alguien responde con una mueca o un suspiro. O con una frase que se multiplica en las encuestas, en las entrevistas, en las charlas informales: “Depende del mes”. Hay meses en los que se es clase media. Y otros en los que no. Pobreza intermitente. Una expresión nueva, brutal, precisa. No designa un número, sino un modo de habitar la incertidumbre.

Lo más inquietante es que la mutación ocurre en silencio. No hay anuncio. No hay frontera. Solo un desplazamiento lento, como si alguien se deslizara fuera de su propia historia sin notarlo. El espejo ya no devuelve la misma imagen. El lenguaje deja de alcanzar.

Esta nueva clase media —si todavía se puede llamar así— no comparte los códigos simbólicos de la anterior. Ya no hay orgullo en el consumo, ni prestigio en el esfuerzo, ni épica en la acumulación lenta. Solo hay un presente que se estira, se achica, se vuelve frágil. Y un futuro que no se dice.

En la Argentina, hay algo que nunca termina de romperse. Una línea, una forma, una persistencia. No siempre está visible. A veces parece apenas un murmullo. Pero cuando todo parece desbordar —el poder, el miedo, la rabia— esa línea reaparece. Se llama clase media.

La propiedad privada no es solo un bien material. Es un símbolo. En la clase media, ese símbolo no se negocia. Porque lo que se tiene fue ganado. A fuerza de años, de cuotas, de renuncias. Un auto, una casa, una jubilación. Nada de eso es herencia: es trayecto. Por eso, cuando la política amenaza con avanzar sobre lo privado, se encuentra con un muro. El del orgullo, el del trabajo, el de la legitimidad.

La clase media no es revolucionaria. Es centrista. Y en esa aparente tibieza reside su potencia. No pide todo. Pide orden, previsibilidad, libertad, educación. No quiere refundar el país: quiere que funcione. Pero cuando ve que eso está en riesgo, reacciona. Se planta. Se convierte —sin proclamarlo— en un actor político.

Hay momentos en los que el país se asoma al borde. Y en ese borde, no son los partidos, ni los tanques, ni las consignas lo que frena el salto. Es otra cosa. Una multitud silenciosa que paga sus impuestos, que educa a sus hijos, que se endeuda para seguir creyendo. No hay épica. No hay himno. Solo una lógica íntima: “Esto es mío, y no me lo vas a sacar”.

Durante 15 meses, la clase media resistió. No por convicción ideológica. No por entusiasmo. Resistió como quien cruza un invierno, sabiendo que al otro lado está su casa. Como quien camina con frío y hambre porque cree que alguien dejó la luz encendida.

Hubo un corte. Un antes y un después. El dolor de la pandemia, el enojo con el Estado que cerró escuelas, que se metió con lo moral, que “rompió el pacto”. Después vino la decisión de romper con todo. Un voto que eligió a Javier Milei no desde la esperanza, sino desde el hartazgo. No porque prometiera un milagro, sino porque prometía un bisturí.

El 2024 fue brutal. Consumo en caída libre. Alimentos y bebidas: -14%. Construcción: -30%. Y aun así, el termómetro político no estalló. ¿Por qué? Porque, dice Oliveto, la gente aún cree que “esto nos va a sacar de acá”. Porque el pasado reciente fue peor que el presente hostil. Porque ahora hay un relato nuevo, y eso —en Argentina— siempre tiene valor.

En las encuestas, los índices de aprobación bajan. 60. 55. 47. 45. La curva no es una catástrofe. Es una advertencia. Una sociedad que aún cree, pero que empieza a mirar el reloj. ¿Cuándo me toca a mí? ¿Cuándo pasa algo en mi vida, en mi casa, en mi mesa?

Oliveto habla de un auto flamante que empieza a rayarse. De una esperanza que sigue, pero condicionada. La clase media no pide todo. Nunca lo hizo. Pide poder proyectar. Pide crédito. Trabajo en blanco. Un mínimo de estabilidad. Volver a soñar sin vergüenza. Volver a decir, sin ironía, que “si hacés las cosas bien, hay premio”.

Nunca hubo tanto para mirar. Nunca fue tan difícil alcanzar algo. Guillermo Oliveto lo explica con una imagen inquietante: la tecnología no solo muestra lo que existe, sino lo que falta. No estimula el deseo: lo hipertrofia. Cada pantalla, cada red, cada algoritmo nos empuja hacia algo nuevo, inmediato, disponible… y fuera de alcance.

El deseo, dice Oliveto, ya no nace de la necesidad, sino de la exposición permanente. Y eso, en una sociedad que ya no puede sostener el consumo como símbolo de pertenencia, genera frustración. Silenciosa, corrosiva, constante.

Hoy, el límite desapareció. Todo es deseable. Nada es suficiente. Lo nuevo nace viejo. El celular de ayer ya fue superado. El algoritmo no permite descansar. Y el que no puede seguir el ritmo, se queda solo. O peor: invisible.

Antes, los bienes eran símbolos. Hoy, son señales de derrota. El que no tiene, siente que falla. Y el que tiene, siente que es poco. La lógica de los espejos digitales no es aspiracional. Es brutal.

La frustración no es una emoción. Es una estructura. Se construye. Se alimenta. Se viraliza. Y cuando se vuelve masiva, ya no es frustración. Es malestar. Y en el malestar, todo puede empezar de nuevo. Para bien o para mal.

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