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18 de febrero de 2025

Abrazos que sanan: el rol esencial del voluntariado en las unidades neonatales

En hospitales donde los recién nacidos enfrentan desafíos médicos complejos, un grupo de personas brinda apoyo emocional a los más vulnerables. Cómo se vive el ofrecer consuelo a los pequeños en sus primeros días de vida

>Meciendo a los bebés de desconocidos en la unidad neonatal, recuperé la fe en el valor de los pequeños actos de ternura.

Estaba allí en mi primer turno como voluntariaabrazadora de bebés”. Los abrazadores de bebés somos un tipo de personal de hospital bastante extraño. Menos que una nodriza, más que un objeto de consuelo, nuestro único trabajo consiste en sentarnos en una mecedora y cargar en brazos al bebé de unos desconocidos del lado izquierdo de nuestro pecho - el lado del corazón- para compartir con el diminuto ser la banda sonora mamífera de ese latido: estoy aquí; estás aquí. Solo eso, nada más.

Porque no me gustan los hospitales. Porque hace décadas, en los tres últimos años de la vida de mi joven marido, lo ingresaron 33 veces y, en cierto modo, a mí también. Porque te drena el alma sentarte en una silla en una sala de espera antiséptica, esperando un final más feliz. Porque, al final, lo único que podía ofrecerle era un trozo de hielo, apretar su mano.

Así que completé la verificación de antecedentes en el hospital. Me capacité con el jefe del equipo de cuidados especiales. Esperé seis meses a que me dieran un lugar. Y por fin llegó el día.

Cuando entré en la unidad neonatal, me recibió un lamento disonante de pitidos y zumbidos, el ruido de los motores que mecían las camitas. Pronto aprendería que los días en ese pabellón se miden en tomas, cambios de suero y visitas del médico.

Los bebés que estaban allí eran muy vulnerables en muchos sentidos, como los prematuros, que necesitaban tiempo para subir de peso y fortalecerse. En las pizarras blancas había mensajes de las enfermeras como: “El trabajo de hoy: comer, dormir, crecer”. Pegados encima de las camas había dibujos hechos con crayones por los hermanos o los nombres de uno o dos padres.

Y luego estaban los bebés que habían perdido la lotería de la suerte, con problemas fuera de las capacidades de enfermeras y médicos.

Su pizarra estaba casi en blanco; solo tenía su enfermera asignada, su nombre y su fecha de nacimiento. Ningún nombre de madre o padre, ningún dibujo infantil celebrando su llegada. Era como un hombre misterioso. Las leyes que regulan la privacidad de la información médica impedían que las enfermeras compartieran su historia y que yo preguntara.

Lo único que me dijeron las enfermeras es que era un bebé agitado, difícil de calmar. No pude conocer su historia, sino hasta varias visitas después.

Aquel día lo mecí durante tres horas. Me dolía el hombro izquierdo, se me entumeció el brazo, pero no lo soltaba, pues él y yo teníamos trabajo que hacer, confianza que generar. Me sentaría con él sin distracciones. Sería paciente si él lo era. Nos meceríamos juntos para ver si nuestra pequeña conexión podía serle útil.

En mi tercer turno, él y yo ya habíamos encontrado nuestro ritmo. Nos sentamos. Respiramos. Intentamos confiar en las pequeñas cosas. Entonces, a última hora del día, mientras lo mecía, una enfermera le inyectó morfina y otros narcóticos por la vía intravenosa, aquel tubo que serpenteaba hasta la bolsa que colgaba como una vejiga sobre su cuna. No eran los medicamentos habituales para un bebé. Bajó la mirada para observarlo y frunció el ceño. “Es un bebé con síndrome de abstinencia”, susurró, rompiendo las normas de confidencialidad del hospital y mi corazón.

Antes de respirar por primera vez, ese niño pálido ya tenía dos puntos en contra: estaba inmerso en el largo proceso del síndrome de abstinencia y estaba solo en el mundo. La esperanza que yo había intentado alimentar se desplomó como un globo pinchado. ¿Había algo que el personal de enfermería, tan comprometido, y yo pudiéramos hacer para atender las necesidades reales de este niño abandonado? Como mi difunto marido, ese bebé estaba perdiendo la ruleta rusa de la vida.

En la unidad de neonatos, los abrazadores de bebés hacíamos turnos de tres horas. A lo largo de una semana, éramos una docena circulando por el pabellón de dos en dos. Nos turnábamos para abrazar a los distintos bebés con sus distintas historias. Éramos una extraña hermandad con zapatos de suela de goma y chaquetas rosas: jóvenes y mayores, negros y blancos, sin hijos y con hijos, estudiantes de medicina, personas dedicadas al hogar y ejecutivos. Estábamos ahí por nuestras propias razones: por los niños que queríamos o por los niños que habíamos perdido, para retribuir, quizá para recuperar la confianza en el poder de las pequeñas dádivas o para curar una herida de hacía mucho tiempo.

Una de las últimas veces que lo abracé, llegó un joven a mitad de mi turno con un banjo colgando del hombro. La enfermera le había recetado música, uno de los tratamientos médicos más tiernos con los que me había encontrado. El hombre le cantó canciones de cuna y melodías graciosas. Aunque el bebé no respondía, él seguía tocando, creyendo en el poder de su música para calmar y nutrir. Tenía fe en las piezas que le cantaba a ese niño silencioso que no aplaudía ni sonreía.

Después de un breve viaje, volví al hospital y descubrí que el bebé ya no estaba ahí. Sentí que me sacaban el aire de un golpe. ¿Qué le ocurre a un niño como él cuando lo dan de alta? ¿Adónde va? Ahora estaba “en el sistema”, me dijo una enfermera, al cuidado de una familia de acogida. Esperaba que estuviera bien.

©The New York Times 2025

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