5 de febrero de 2025
A 50 años del Operativo Independencia, el laboratorio de terrorismo de Estado que las Fuerzas Armadas montaron en Tucumán

El 5 de febrero de 1975, presionada por los jefes militares, María Estela Martínez de Perón firmó el decreto que las autorizaba a “neutralizar y/o aniquilar” a los “elementos subversivos” en Tucumán. Así se inició una operación que fue mucho más allá de combatir a la guerrilla que estaba en el monte y causó estragos entre la población civil
El decreto, que se mostró como salido de las entrañas del gobierno constitucional encabezado por la viuda de Perón, fue en realidad fruto de una maniobra de las Fuerzas Armadas para presionar su promulgación y quedar con las manos libres para actuar en el terreno. “Las Fuerzas Armadas y en especial el Ejército venían siguiendo de cerca a la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, creada por el ERP. La ‘información’ que el Ejército dio al Ejecutivo fue inflada y enardecida con datos alarmantes, imposibles de comprobar por fuera de los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Según Aeromilitaria, sitio web oficioso de la Fuerza Aérea: ‘Esto convenció al gobierno de la necesidad de combatir la amenaza orgánica y militarmente, lo que habilitó al Ejército a iniciar la planificación de una operación represiva a gran escala’”, señala la periodista Sibila Camps en su libro “Tucumantes – Relatos para vencer al silencio”, quizás la mejor investigación sobre las marcas que dejó la represión ilegal en la sociedad tucumana.
El despliegue de fuerzas represivas en el territorio provincial fue inmenso: se calcula que hubo momentos en que unos 6.000 efectivos del Ejército, la Fuerza Aérea, Gendarmería y las policías Federal y provincial operaron al mismo tiempo. Sin embargo, los combates contra las fuerzas guerrilleras fueron escasos, mientras que la represión se centró en los centros poblados para cortar las líneas de abastecimiento de la guerrilla. “La estrategia de Vilas (Adel, primer jefe del operativo) no fue buscar a los guerrilleros en el monte, sino que la presión se concentró sobre los pobladores que vivían en los alrededores. Mataron a muchos que colaboraban con la guerrilla, sobre todo entre las localidades de Lules y Famaillá”, explica Lucía Nair Perl en su trabajo “Al abrigo del poder: del ‘Operativo Independencia’ al golpe de Estado en la voz editorial de La Gaceta de Tucumán, 1975-1976″.
Precisamente en Famaillá, Vilas instaló su Comando Táctico y también el primer centro clandestino de detención y tortura de los 57 que fueron montados durante el operativo, la famosa “Escuelita de Famaillá”. Por allí, según relató el propio jefe militar en su diario, entre febrero y diciembre de 1975 estuvieron detenidas clandestinamente 1507 personas. Porque, así como rehuía los combates en el monte, Vilas también esquivaba a la justicia. “Es más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, que condenar en sede judicial a un subversivo”, solía pontificar frente a sus colaboradores. Su solución era torturarlos y asesinarlos.
El 18 de diciembre de 1975, cuando el reloj del golpe de Estado ya había entrado en su cuenta regresiva, Vilas fue relevado y el Operativo Independencia quedó al mando de Antonio Domingo Bussi. Cuando se encontraron para hacer el traspaso, el recién llegado elogió la masacre consumada por su antecesor con una sola frase: “Vilas, usted no me ha dejado nada por hacer”. La llegada de Bussi encerró también un cambio en el terreno político, donde las autoridades constitucionales que gobernaban la provincia quedaron en un segundo plano. “Aun durante el Operativo Independencia, el jefe militar de la zona, Bussi, tuvo más poder que el gobernador civil”, sostiene Sibila Camps. Esa situación se sinceraría pocos días después del golpe del 24 de marzo de 1976, cuando Bussi asumió también la intervención de Tucumán.El informe de la Comisión Bicameral Investigadora de las violaciones de los Derechos Humanos en la Provincia de Tucumán calificó a la gestión de Bussi como “un vasto aparato represivo, que orienta su verdadero accionar a arrasar con las dirigencias sindicales, políticas y estudiantiles, ajenas al accionar de la guerrilla; se emplearon explosivos para atacar la Universidad Nacional de Tucumán, la Legislatura provincial, las sedes de la Unión Cívica Radical, del Partido Comunista, del Partido Socialista y el Colegio de Abogados, varios de cuyos alumnos fueron asesinados. Médicos, sindicalistas y políticos fueron objeto de secuestro, prisión ilegal, vejaciones y tortura”. Los cuerpos de la mayoría de ellos permanecían desaparecidos mientras que en otros casos aparecían acribillados después de supuestos combates con las “fuerzas regulares”.
Cuando se cumplen 50 años del inicio del Operativo Independencia, hay un lugar que ha quedado escrito en la historia argentina como símbolo del horror de la represión ilegal en territorio tucumano. Es el “Pozo de Vargas”, un antiguo pozo de agua ubicado a solo 12 kilómetros de la Plaza Independencia de la capital provincial y llamado así por los propietarios del campo donde está situado. Allí, las fuerzas al mando de Vilas y de Bussi hicieron desaparecer más de un centenar de cuerpos de detenidos ilegales a los que asesinaron después de someterlos a torturas. Que así fue lo denuncian los impactos de bala y las fracturas que han quedado marcadas en los huesos.Los restos de cada una de esas víctimas encierra una historia y es testimonio de los crímenes perpetrados por las fuerzas represivas en Tucumán. Una de ellas es la de Rafael Carlos Espeche, un médico integrante de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez del ERP, cuyos restos fueron identificados en 2014. La última vez que se lo vio fue en abril de 1976, en Tucumán, herido de bala, y después no se supo más de él. Sin embargo, con el paso de los días empezó a correr el rumor de que no estaba muerto y que lo habían llevado herido a Mendoza. Esa “información” –falsa, probablemente echada a correr por las fuerzas represivas para obligarla a mostrarse- hizo que su mujer, Mercedes Salvador Eva Vega, saliera a buscarlo. La ubicaron y la secuestraron.
Cuando a Ernesto Espeche, hijo de Rafael y Mercedes, le avisaron que habían identificado a su padre como una de las víctimas cuyos cuerpos habían sido arrojados al Pozo de Vargas, no dudó en ir y reconocer el lugar. Casi como en un sueño se vio vestido con un mameluco blanco, caminar hacia la boca del pozo, subirse con el perito a un ascensor semidestartalado y empezar a bajar hasta el fondo. Esa experiencia lo llevó a escribir “Treinta y nueve metros” (exactamente la profundidad que tiene el Pozo de Vargas), una novela que parte del hallazgo y la identificación de los restos de su padre. Desde allí y a lo largo del texto, Espeche juega magistralmente con ese viaje propio –el descenso hacia el fondo del pozo, cuyo verdadero destino desconoce porque es mucho más que huesos-, inquieto por preguntas que se hacen más hondas a medida que va bajando, y los relatos de vivos y de muertos –familiares, compañeros de militancia de sus padres, voces testimoniales– que le ofrecen pequeñas piezas, a veces rotas o inacabadas, para armar el rompecabezas irremediablemente incompleto de las respuestas.