17 de diciembre de 2024
La historia de la colmena de dos metros escondida en un hotel porteño y el apicultor que removió las abejas con las manos
El hallazgo se produjo en un edificio de tres pisos en refacción, ubicado en el barrio de Barracas. Marcelo Loiseau, con más de cuatro décadas de experiencia como apicultor, lideró un operativo que incluyó el uso de humo, andamios y su propio tacto para relocalizar a los insectos. “Un par me picaron, pero fue tolerable”, contó
El día anterior, el apicultor recorrió la obra de la mano de Oscar, el arquitecto a cargo. “Me explicó que habían detenido esa parte de la construcción porque habían querido sacar una viga y salían abejas de la pared. Subí al andamio, inspeccioné la situación, y le expliqué que íbamos a tener que romper. Además, pedí que me pusieran otro andamio del lado de adentro para trabajar más cómodo”, detalla.
El trabajo comenzó a las 9 de la mañana. Se colocaron los equipos de protección y, mientras Rogelio rompía la pared, Marcelo encendió el ahumador. “Se trata de un instrumento fundamental que usamos los apicultores para apaciguar a las abejas. Es un tachito en el que quemamos hojas de pino o cualquier material combustible, pero de forma incompleta. Producimos humo y lo direccionamos con un fuelle. Aprovechamos esta memoria ancestral que tienen las abejas de su enemigo letal: el incendio. La colmena constituida por panales de cera, se quema íntegra. Entonces, cuando huelen el humo, tienen una tendencia a desorganizarse”, explica Loiseau.
—Nos sorprendió en el momento. Yo había estado el día anterior en la cornisa del edificio y ahí vi la salida de la ventilación por donde entraban y salían las abejas; pero era imposible saber de antemano cómo era de grande la colmena. Arrancamos en el tercer piso y tuvimos que ir bajando el tablón en el andamio al punto de que pensamos: “Che, ¿y si esto sigue hasta la planta baja?”. Al final no. Lo que pasa es que las abejas se amoldan a las cavidades. En este caso se trató de un conducto de ventilación que había en ese viejo hotel. A juzgar por el color y la fineza de los panales, se puede decir que llevaban varias temporadas viviendo en ese lugar.
—¿Cuánto demoró el trabajo?—¿Por qué trabajaste sin guantes? ¿No te da miedo eso?
—Los guantes estaban ahí, a un costadito. (Risas). Por mi experiencia, enseguida me di cuenta de que la colmena era súper mansa y para sacar las abejas de ese lugar, lo mejor era usar las manos porque tenés una sensibilidad mayor. Con los guantes no sentís la punta de los dedos. Lo hice con extremo cuidado. Un par me picaron, pero fue tolerable. Aparte, después de tantos años, estoy inmunizado. No al dolor, pero sí a la hinchazón, que es lo más incómodo.—Depende de la complejidad. El tema de la altura es clave porque de eso depende si hay que contratar a alguien que rompa o que arme y coloque andamios... El trabajo nuestro, sin contar esos adicionales, ronda entre los 200 y 300 mil pesos.
—Antes me hablaste de una mayor conciencia social sobre las abejas. —El trabajo con las colmenas se hizo bastante más complejo en estos últimos años, básicamente por cómo se están produciendo los alimentos en el campo. O sea, las abejas fundamentalmente trabajan en el campo, salvo estas que viven en la ciudad. Y el modo de producción en el campo es cada vez más intensivo, con monocultivos, con herbicidas e insecticidas para alcanzar siempre a los máximos rendimientos. Todo eso está tensionando mucho todos los ecosistemas: no solamente sufren las abejas, sufren todos los polinizadores, toda la fauna silvestre que vive en los campos. Entonces, volviendo a tu pregunta, ¿están más débiles las abejas? Sí. ¿Van a desaparecer? Yo te puedo asegurar que mientras haya flores en el mundo va a haber abeja porque es lo único que necesitan.