4 de noviembre de 2024
Había que volver pero siguieron y revelaron una masacre: el acto heroico de dos tipos comunes

En 1980, una dictadura ordenó reprimir una revuelta en Gwangju, Corea del Sur. No se sabía nada hasta que un periodista alemán se enteró. Y se jugó la vida junto con un taxista
En algún momento los paró la policía: Kim encontró caminos laterales, callecitas, arrozales. Hinzpeter inventó una excusa: tenía que sacar de Gwangju a su jefe, atrapado en los disturbios. Convenció a los soldaditos. Y llegaron.
Para qué. En Gwangju la gente había conseguido algunas armas y andaba a los gritos contra la dictadura. Los militares recibieron la orden de avanzar, pisar, aniquilar. Así que en los últimos días de mayo dispararon, violaron, golpearon. El taxi era una culebra entre las callecitas.Pero si cuento esto, si ves las fotos, es porque Hinzpeter ganó. El avión lo dejó en Japón, desde ahí pudo mostrar la verdad. Fueron esas imágenes las que le contaron al mundo lo que estaba pasando, las que le pusieron un “mentís” al relato de la dictadura. Todavía faltaban siete años para que hubiera democracia en Corea del Sur.
Hinzpeter y Kim perdieron contacto. El alemán quiso encontrarlo, fracasó. Murió en 2016 sin saber de su compañero. Poco antes de morir pidió que lo enterraran en Gwangju, aquella ciudad lejana donde su vida había cobrado un sentido histórico. Allí llevaron sus uñas y su pelo y levantaron un memorial en su nombre.En 2017 la hazaña de Hinzpeter y Kim Sa-bok se convirtió en una película que titularon A taxi driver (Un taxista). Ahí apareció el hijo de Sa-bok. Contó que para su padre no había sido gratis lo que vio en Gwangju. Que al volver se angustió por tanta sangre y tanta crueldad. Que empezó a tomar y murió de cáncer de hígado en 1984, poco después de aquella aventura.
Era un hombre común, dijo el hijo del taxista. Con ese impulso de hacer lo que se debe de la gente común.¿Y la Premio Nobel? Ya está publicado y pronto leeremos en español Actos humanos, donde Han Kang toma a siete personajes y a través de ellos narra —así cuenta su editorial— “la tortura, el miedo y la angustia de aquellos días”.“Ese año nos habíamos mudado de Gwangju a Suyuri, en las afueras de Seúl. Allí me encerraba a leer cualquier libro que cayera en mis manos, me pasaba tardes enteras jugando al omok con mis hermanos, o suspiraba mientras realizaba pequeñas tareas como pelar ajos o descabezar anchoas, las que más odiaba, pero que mi madre reservaba para mí. Durante ese tiempo oía fragmentos de las conversaciones de los mayores.
La escritora recuerda cuando fueron a revisar su casa de madrugada la mamá le mintió que era gente de la inmobiliaria, que no pasaba nada: “Entre las tres y las cuatro de la madrugada, mamá me sacudió para despertarme. Levántate, voy a encender la luz. La luz se encendió antes de que tuviera tiempo de parpadear. Me incorporé y me froté los ojos. Dos hombres estaban de pie en la habitación, sus anchos hombros se perfilaban contra el rectángulo negro de la puerta abierta”.
Miraron por todos lados: “Me desperté de golpe. Aferrada a mamá, vi con los ojos muy abiertos cómo los hombres rebuscaban en el armario, buscaban debajo del escritorio y subían al desván con linternas”.Un día te cuento lo que me dijeron ahí sobre la bomba atómica.
Nos vemos en la próxima
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