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28 de octubre de 2024

La muerte del último sobreviviente de una epopeya histórica: la vez que diez argentinos llegaron al Polo Sur en seis tractores

Alfredo Pérez murió a los noventa años y era el último con vida de la Operación Noventa, la campaña que condujo por tierra por primera vez a una decena de expedicionarios hacia el punto más austral del país y del planeta. La historia de una travesía que duró 67 días y que tenía como finalidad consolidar y expandir la presencia en el sector antártico argentino

>“Hay un programa, posiblemente vayamos al Polo Sur. Tengo que formar un equipo de diez mecánicos y me gustaría contar con vos”, le dijo Ricardo Ceppi por teléfono. Se conocían por haber compartido talleres y misiones como mecánicos del ejército argentino. Alfredo Florencio Pérez ya había estado un año en la Base General Belgrano, una estación científica permanente y argentina instalada en la Antártida. La propuesta lo entusiasmaba: participar de la primera expedición terrestre que llegara a pisar y conquistar el punto más austral del mundo y del país, el vértice inexplorado del fondo del mapa. Pero Ceppi le agregó, pronto, un aliciente a la invitación: “Mirá que son dos años”.

Acá era la Base General Belgrano que el ejército ocupaba en la barrera de Filchner. Se instalaron a finales de noviembre de 1963. Establecieron un propósito moral. Realizar observaciones científicas y comprobar técnicas de geología, gravimetría y meteorología eran objetivos secundarios. “Nunca se trató de algo personal: lo hicimos por la patria. Si la patria era soberana de La Quiaca al Polo Sur, había que ir al Polo Sur”, confesó. Para el coronel de caballería Jorge Edgard Leal, líder de la expedición, había una pretensión patriótica en una gesta que evidencie “la capacidad argentina de alcanzar todos los rincones de lo que considera su territorio soberano” para ocupar, dominar y administrar hasta los últimos reductos del espacio nacional.

Iban a penetrar en un mundo desconocido. Leal lo describió en un relato íntimo como “una tierra en donde se enseñorea una naturaleza hostil –la más fría y tempestuosa del planeta- reacia a los hombres, perros y máquinas y donde las tormentas polares y las interferencias magnéticas anulan las comunicaciones y afectan los instrumentos volviéndolos inexactos e influyendo, por lo tanto, en la inteligente confianza que el hombre debe depositar en los mismos. Un lugar donde los lubricantes se convierten en sebo y los metales se cristalizan, donde las mejores aleaciones se quiebran al desintegrarse la materia”.

El 26 de octubre de 1965 iniciaron la travesía. El operativo consistía en seis tractores en los que entraban hasta tres personas, capaces de llevar diez toneladas de arrastre, cargados de herramientas, combustible y provisiones, rumbo al vértice sur, inmersos en una escenario inexplorado, tramposo, solitario. Leal lo graficó en su diario íntimo como “una dilatada y blanca llanura que se va escalonando en inmensas plataformas de barreras de hielo y nieve”, en un suelo formado por “torvas y peligrosas grietas capaces de tragarse a una columna expedicionaria completa”.

Atravesaban el territorio virgen en una fila de ciento cincuenta metros de largo, con separaciones de hasta cuarenta metros entre vehículos. Pérez estaba acompañado por el sargento primero Domingo Zacarías, encargado de establecer comunicación con la Base Sobral. Iban en el último vehículo y su misión era quedar atento a que nadie perdiera nada por el camino. Cubrían cincuenta kilómetros por tramo con una velocidad restringida a diez kilómetros por hora. Cada día y medio se detenían a reportarse con la base. “Mientras manejábamos comíamos galletitas con paté, cosas de ese estilo. Recién cuando completábamos el tramo nos deteníamos, armábamos la carpa y hacíamos una comida firme”, recordó Pérez en diálogo con La Nación.

No había camino. Todo era una revelación, un campo sin descubrir. Debían escudriñar el horizonte para inventar una ruta. El objetivo estaba adelante y arriba, a 2.800 metros de altura. El máximo peligro eran las grietas, algunas escondidas entre los vientos y los suelos engañosos, con profundidades de hasta cuatrocientos metros. La hostilidad de la meseta antártica se personalizaba en las temperaturas de hasta sesenta grados bajo cero. “El frío te mata”, resumió Pérez cuando una vez, a mil quinientos metros de altura, su vehículo no respondía. Ocurrió el 28 de noviembre. Completó una cuadra y media en una hora. Cambió el carburador y nada. Las bujías y los platinos no presentaban deficiencias. La razón no era mecánica ni había capacidad humana de solución: la causa estaba en la inmensidad que lo rodeaba. Los sesenta grados bajo cero eran abrasadores y neutralizaban cualquier encendido provocado en un motor de explosión. “Tuvimos que quedarnos ahí esperando a que subiera la temperatura. Empezábamos a tomar la posición fetal que es el momento previo al congelamiento cuando vino el general Leal, nos despertó y nos mandó a hacer la carpa para pasar la noche. Un poco más y nos moríamos congelados”, relató.

“No teníamos experiencia en la altura -narró-. Siempre trabajamos en el llano. Nuestros esquíes estaban hechos para operar en la nieve. Pero cuando alcanzamos los mil quinientos metros de altura se acabó la nieve y apareció hielo... ¡y el hielo nos rompió los patines de los trineos en los que llevábamos la carga! De pronto, entendimos que teníamos que volver, no nos quedaba otra, porque no teníamos dónde llevar la nafta. Habíamos hecho ya casi seiscientos kilómetros. Los trineos no estaban preparados para suelo duro, eran para nieve. Y a nosotros ni se nos ocurrió que íbamos a encontrar hielo”.

Un radar de los Estados Unidos detectó su júbilo. La base ubicada a tres mil metros sobre el nivel del mar se alertó por la presencia de un grupo de diez expedicionarios vestidos con un traje naranja, similar al que usaban los soviéticos en sus campañas. La operación noventa era secreta y consistía en visibilizar el interés por ejercer la soberanía nacional en cada latitud. Los argentinos tuvieron que convencerlos de quiénes eran y por qué estaban ahí. “En la base nos atendieron muy bien, no hubo ningún problema. Lo único que hicieron, que me sorprendió, fue que nos cobraron la comida: mandaron la cuenta a través de la embajada. Nos trataron con mucho respeto”, describió Pérez.

El 10 de diciembre de 1965 fue la primera vez que la bandera argentina flameó en el polo sur. “Había un mástil con banderas de otras naciones. Entonces fuimos, pusimos nuestro mástil e izamos nuestra bandera. Saludamos, cantamos el himno y dimos por finalizada la visita. Había que volver, nada más”, relató. Destinaron cinco días para reparar los trineos, antes de emprender el regreso. La vuelta, en bajada y por la misma senda que habían delineado, fue más rápida. En día y medio, hacían dos ciento cincuenta kilómetros, cuatro tramos más en comparación a la ida. Los controles de respaldo con la Base Sobral eran más espaciados, cada doscientos kilómetros. Tras recorrer casi tres mil kilómetros, arribaron a la Base Belgrano en la frontera de 1965, el 31 de diciembre a las 23:45. “¡Ahora podemos decir que el territorio que reclamamos como nuestro lo hacemos basándonos no solamente en razones jurídicas, geográficas o históricas, sino porque tenemos la capacidad suficiente para movernos en él como debe hacerlo quien es su dueño!”, gritó el coronel Leal.

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