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25 de octubre de 2024

La vida de Christopher Reeve, el actor de Superman que se convirtió en super héroe al quedar tetrapléjico

Fue actor de teatro hasta que su actuación en la película cuyo guion fue escrito por Mario Puzo, lo llevó a la fama. Un accidente mientras competía en una prueba ecuestre lo dejó postrado. Se convirtió en activista y logró recaudar millones para la investigación en células madre. Su esposa estuvo a su lado hasta el final. Murió en 2004

>Parafraseando a Joan Didion, y ajustando su célebre cita a esta historia, se podría decir: la vida cambia en un instante, te subes a un caballo y la vida que conocías se acaba.

Ese instante cambió la vida de Christopher Reeve y la de sus seres queridos. El tiempo, su perseverancia, la actitud proactiva y la decisión de seguir luchando, de no rendirse, de trabajar para otros, cambiaron la vida de muchos.

Él que, en la pantalla, podía volar, que había evitado un terremoto, que sin ayuda había arreglado el puente de Golden Gate y que hasta había sofocado una explosión nuclear, esa misma persona estaba paralizada en una silla de ruedas, no podía mover ninguna parte de su cuerpo del cuello para abajo y ni siquiera podía respirar por sus propios medios. Lo increíble –lo excepcional- es que esa tragedia no lo detuvo.

Nació en Nueva York en 1952. Era una familia de clase alta en la que todos los integrantes se dedicaban a las letras. El padre fue un reconocido novelista en su tiempo y profesor universitario. La madre, una académica con una decena de libros publicados. El poeta Robert Frost era un habitué en las mesas familiares. El principal tema de conversación en la familia Reeve eran los libros. Cuando, muchos años después, Christopher le contó al padre que lo habían elegido para hacer de Superman, el profesor se desilusionó al enterarse que no se trataba de una adaptación de Hombre y Súper Hombre de George Bernard Shaw.

Cuando tenía 5 años sus padres se separaron. Él se refugió en la música y la actuación. Participaba en los grupos escolares de teatro y de comedia musical. Sobre el escenario aparecía una faceta desconocida de él. Después de egresar de un exclusivo colegio, estudió teoría musical y literatura inglesa en la Universidad de Cornell. Pero siempre supo que sería actor. Hacía cursos y viajaba a Londres y a París para actuar en pequeñas obras. En esos primeros años, llegó a tener participación en el Old Vic y en la Comedia Francesa. Luego fue uno de los pocos que logró superar el estricto filtro de la escuela de teatro de Julliard en Nueva York. De su universidad sólo un compañero más lo logró: Robin Williams. Con Williams forjaron una gran amistad. Compartieron cuarto en la universidad, proyectaron el futuro y soñaron con grandes carteleras y se juramentaron estar siempre cuando el otro lo necesitara.

Al mismo tiempo obtuvo un papel fijo en un teleteatro como galán (el papel se lo consiguió Hepburn gracias a su influencia en la industria): los productores creían que era ideal con esa rigidez, el físico desarrollado y sus rasgos claros y definidos.

Hasta que llegó Superman.

La producción de la película había empezado varios años antes. Hubo decenas de candidatos para dirigirla. Dicen que los productores estuvieron a punto de cerrar con Steven Spielberg pero que prefirieron esperar, por si le iba mal, a ver qué pasaba con ese proyecto del pez grande en el que trabajaba. Tiburón se convirtió en la película más taquillera de la historia hasta ese momento y debieron seguir buscando director.

Marlon Brando y Gene Hackman fueron los primeros en subirse a la película con contratos millonarios.

Unos años después, Christopher Reeve fue al programa de David Letterman a promocionar el estreno de Deathtrap de Sidney Lumet. Letterman le preguntó por la experiencia de trabajar con Brando, dio por supuesto que su entrevistado desplegaría un arsenal de elogios y diría que había sido una experiencia emocionante. Nada de eso ocurrió. Con serenidad y una infrecuente honestidad, Reeve dijo que había sido frustrante. Que Brando ya no tenía motivación, que estaba vencido, que a los 53 años ya no le importaba lo que hacía y que consideraba eso una gran pena porque era un actor extraordinario. “Él tiene la actitud de ‘toma el dinero y corre’, Y es una lástima. Le da lo mismo. Ya no le importa la actuación. Realmente no disfruté trabajar con él”.

Esa respuesta muestra la pasión de Reeve por su oficio, su búsqueda y, también, que era un personaje interesante para entrevistar, que se animaba a expresar en voz alta cosas que los demás no, que se diferenciaba en un mundo en el que suele imponerse la hipocresía.

Por ese motivo y porque no querían que los espectadores vieran en él a otra persona que no fuera Superman, los productores decidieron que fuera una cara nueva. Christopher Reeve obtuvo el papel entre 200 candidatos. Richard Donner lo eligió por su cara cuadrada, la mirada limpia que permitía que la gente creyera en la ingenuidad de Clark Kent y por su físico portentoso: “Después de la audición, cuando salió de la habitación, quedé convencido de que es hombre podía volar”, dijo el director. En él convivían la fortaleza y la vulnerabilidad: Superman y Clark Kent.

En el momento en que le comunicaron que había sido elegido, Reeve trabajaba en una obra Off Broadway junto a William Hurt y a Jeff Daniels. Hurt le dijo que estaba poniendo en juego su carrera antes de empezar, que debía rechazar el papel, que se estaba vendiendo. Mucho después, Reeve bromeó con la situación: “Acepté porque recordé el consejo de mi maestro John Houseman. Él decía: ‘Hay que hacer solo teatro serio…. A menos que recibas una propuesta por una cantidad absurda de dinero”.

Cuando le dijeron que debía usar un traje con músculos incorporados porque no tenía la fortaleza necesaria pese a su altura. Reeve se negó y realizó un intenso entrenamiento de casi nueve meses en el que su físico sumó casi una decena de kilos en músculo. Ya estaba preparado para ser Superman.

Por momentos su vida parecía perfecta. Hacía lo que le gustaba, ganaba bien, había logrado formar una familia que lo quería. Navegaba, buceaba, pilotaba aviones, practicaba varios deportes. Aunque su verdadera pasión eran los caballos. Tenía varios y participaba con ellos en competencias de saltos. Había empezado a cabalgar cuando tomó clases para actuar en una adaptación fílmica de Anna Karenina. Hasta ese momento le escapaba a los caballos, era alérgico a ellos.

Hasta esa tarde de mayo de 1995

Fue una fatalidad. Un centímetro más a la derecha, la muerte hubiera sido inmediata; un centímetro más a la izquierda, un chichón y un susto, tal vez el bochorno menor de la caída pública y nada más.

No todo fue superación e ilusiones. Los primeros tiempos fueron los más duros. De ser alguien muy activo y con una vida profesional y social muy nutrida, pasó a no poder moverse, a respirar con ayuda mecánica y a requerir alguien que lo asistiera las 24 horas. Tuvo una depresión severa y pensamientos suicidas. No sólo le preocupaba en lo que se había convertido él, sino la manera en que afectaba a los que lo querían.

A los pocos días del diagnóstico habló con Dana Morosini, su esposa. Le dijo que no quería vivir más, que no tenía sentido ser una carga para la familia. Dana le dijo: “Este que está acá sos vos y yo te sigo amando”. Y le pidió un favor: postergar esa conversación dos años, que pasado ese tiempo ella respetaría lo que él decidiera. Reeve contó que el apoyo de su esposa cambió su manera de ver la situación y que pensó en sus hijos –el más chico tenía 3 años- y supo que debía intentar seguir adelante.

La recuperación fue lenta y trabajosa. Christopher Reeve nunca perdió la esperanza. Luchó por mejorar cada día. Por avanzar, por lograr algún progreso. Pero esa lucha no se resignó a intentar recuperar funciones vitales, a recuperar la sensibilidad en algunas partes de su cuerpo para sentir las caricias de su familia.

Se convirtió en un activista y con su fundación y su prédica logró recaudar millones de dólares para la investigación en células madres. También abogó intensamente para que el gobierno de Estados Unidos extendiera la cobertura médica de los pacientes que sufrían tragedias cuyo resultado era una discapacidad severísima y que necesitaban constante asistencia.

Los años posteriores al accidente no fueron serenos ni estuvieron exentos de peligro de vida. Tuvo embolias, reacciones negativas a la medicación, infecciones, neumonías y otras circunstancias que muchas veces lo tuvieron al borde de la muerte.

Tiempo después se quejó de que al principio la gente era demasiado piadosa con él, que no lo trataban con normalidad. Lo que más le molestaba era la solemnidad y la condescendencia. “La primera vez que fui a lo de David Letterman ni siquiera me hacía chistes. Los tuve que hacer yo. La gente no sabe cómo tratar a alguien con una discapacidad”.

En una entrevista televisiva a la que concurrió para presentar sus memorias, Christopher Reeve dejó una frase en la que se puede resumir su manera de ver la vida: “Todos tenemos más habilidades y recursos internos de los que creemos tener. Mi consejo es que no esperes a romperte el cuello para descubrirlos”.

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