Domingo 23 de Marzo de 2025

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9 de octubre de 2024

Él era sacerdote y ella catequista, se enamoraron y su parroquia les dio la espalda: la lucha hasta un presente feliz

Romina Vázquez tenía 18 años y el padre Hernando García 26. En la parroquia San Miguel Arcángel de San Rafael, Mendoza, nació el amor. La incomprensión de la Iglesia frente al deseo de casarse frente al altar. Las amenazas que recibieron. Y la resiliencia de un amor contra todos que hoy se traduce en un matrimonio feliz y exitoso: son dueños de seis supermercados, cuatro verdulerías y un spa

>Fue una mirada, un gesto, una palabra. O tan simple como que se gustaron físicamente como hombre y mujer. Romina Vásquez tenía 18 años y era catequista. El cura que había llegado a su parroquia, Hernando García, de 26, le quitó el aliento. Se hicieron íntimos amigos, y un distanciamiento circunstancial les abrió los ojos: estaban enamorados.

Romina, que tiene 41 años, nació en Malargüe, al sur de la provincia. Pero cuando tenía un año, su familia —ella es la menor de cuatro hermanos— se mudó a San Rafael. “Mi mamá es ama de casa y mi papá policía. Ellos decidieron venir porque veían más futuro acá por esa época. La zona de Malargüe es más inhóspita, muy patagónica”.

Hernando, que tiene 50 años, nació en San Rafael, en el barrio Pueblo Diamante. Aunque su familia no iba a misa, lo enviaron a la parroquia San Pedro Apóstol desde los nueve años. “Tenían respeto por la Iglesia, querían que me criara en un ambiente sano. Ahí jugábamos a la pelota, íbamos a retiros, aprendíamos cosas buenas. Me nombraron monaguillo, estaba en el grupo de scouts. Estaba bueno. Y en el año ‘84 llegó desde Paraná un grupo grande de sacerdotes y seminaristas. Acá no había muchos curas, pero se llenaron las calles de sotanas. Y me empezó a picar un poquito lo de entrar en el seminario”, cuenta.

Lo hizo a los 17 años. Ingresó al Seminario Santa María Madre de Dios, el mismo que cerró por orden del Papa Francisco hace unos años. Allí, Hernando terminó el colegio secundario. “Me gustaba lo que estudiaba, adquirí conocimientos. Hice un pro y contra de ser sacerdote y en el año 2000 me ordené”. El cierre del seminario, dice hoy, con el diario del lunes de su vida, “es largo de explicar”. Pero simplifica su teoría: “A Bergoglio lo conocí siendo encargado de la catequesis de San Rafael. Y la línea de esta gente era tremendamente ortodoxa y anti Papa. Si la Iglesia decía ‘vamos por acá’, ellos decían ‘no, vamos por otro lado’. Llegó un momento de mucha indisciplina hacia las normas de la Iglesia. Entonces, un día Francisco dijo ‘lo cerramos’ y se cerró”.

La historia de amor entre ambos comenzó, podría decirse, desde que el entonces padre Hernando puso un pie en la parroquia. “Al poco tiempo de ser ordenado, no daba pie con bola. Soy muy piadoso y demás, pero no estaba a gusto, ni cómodo, ni bien. El cura que me convenció de mi vocación (Nota: que pide no nombrar) me manipuló para llevarme a su parroquia, la de San Miguel. Él estaba peleado con todos los otros curas de San Rafael, yo no podía hablar con ninguno. Pero por estar ahí llegué al punto más importante de mi historia: conocí a Romi. Y bueno, pegamos buena onda”.

A los cinco años de estar en la parroquia, la relación crecía. Pero alguien metió la cola (decir que fue el diablo sería una herejía, quizás) y a Hernando lo enviaron a estudiar a Roma la licenciatura en Teología. “La empecé a extrañar horrores, me di cuenta de que me moría sin ella. Me enamoré profundamente. Y dije: listo, ¿por qué sostener algo que no iba más?”.

En San Rafael, Romina lo esperaba. “En ese momento no había WhatsApp. Nos escribíamos por mail. La distancia nos pegó fuerte, la separación nos provocaba una tristeza total, y ahí nos dimos cuenta de que lo que sentíamos era algo más que una amistad. Los dos nos dimos cuenta de que estábamos re enamorados”.

Tampoco había culpa. “Siempre fuimos muy libres en el pensar. Nunca sentí el escrúpulo de decir: ‘¿Cómo me voy a enamorar de un cura?’. No lo busqué, es más, siempre recé para que él fuera fiel a su vocación, porque era una buena persona. Pero pasó. Lo que sí sentí fue temor. Imaginate que había ido a esa parroquia desde los seis años”, subraya Romina.

Al mismo tiempo, no podían contárselo a nadie. La familia de ella, además, era parte importante de la parroquia San Miguel Arcángel. Su madre era catequista. Romina jamás reveló sus sentimiento por Hernando, ni siquiera bajo el secreto de confesión. “Iba a ser un cimbronazo muy grande. Además, el cura confesor era ese que Hernando no soportaba y con quien yo no tenía afinidad. Cuando me iba a confesar era un suplicio. Trataba de patear las confesiones porque no estaba a gusto”.

Con la decisión tomada, Hernando debía enfrentar a la curia. Se dieron cuenta de que el amor que se tenían era incomprendido en la parroquia donde tenían sus amigos, en la que habían desarrollado durante años su fe. “Ya había hablado con el cura de la parroquia San Miguel, y había quedado todo mal. Pero hasta que no hablara con el obispo Taussig y obtuviera la dispensa, no sentía que estaba afuera. Fui a verlo el 1 de enero de 2009 y me atendió. Le conté cómo había sido la historia, los motivos por los cuales me iba. Me respondió que no me iba a retener, si quería tomarme un tiempo. Y le dije que estaba más que seguro y decidido. Pero una de las grandes miserias que tiene la Iglesia es que lo confidencial no existe. Siempre por alguna pared se filtra algo que no se debe filtrar. Lo mío era una cuestión personal, levantar la mano, irme y listo. Sin echarle la culpa a nadie. Es cierto que me habían condicionado para ordenarme, pero yo había dicho que sí. Pero todo se tergiversó y empezaron a decir que yo había acusado de borracho al sacerdote de mi parroquia. Y lo sacaron de allí”, recuerda Hernando.

Las cosas se pusieron realmente difíciles, cuentan. “Me mandaron a los laicos a amenazarme. Tuve que poner denuncias policiales, algo impresentable. Me decían que me iban a cagar a trompadas, de locos”, revela Hernando. La situación llevó a ambos a tomar distancia de la Iglesia. “Solo me quedó un amigo sacerdote, el padre Eusebio Blanco, que actualmente tiene 89 años. Y mi práctica se redujo al Rosario diario y la oración en conjunto que hacemos”, admite. Lo más difícil fue que, al mismo tiempo, su intención era casarse frente a un altar. “Era nuestro mayor deseo, que el amor nuestro se concretara ante Dios”, dice Romina.

Romina y Hernando ponen como fecha de inicio del noviazgo la de aquella charla con el obispo Taussig: el 1 de enero de 2009. “El papá de él le prestaba el auto, y nos íbamos a alguna plaza donde no hubiera mucha gente. El primer beso, igual, fue cuando ya había dejado de ser cura. Fue como terminar de fusionar lo que ya estaba unido, que eran nuestras almas. Ese beso y ese abrazo fue muy bonito, muy puro, muy de Dios”, cuenta Romina.

Con el tiempo, Hernando consiguió pequeños trabajos y regresó a San Rafael. Por fortuna, sus familias los apoyaron, aunque Romina admite que en la suya, “fue un golpe. Mi mamá tuvo que alejarse de ese contexto y en los primeros tiempos fue duro. Pero me veían feliz a mí y les bastaba. Y los padres de él también estaban contentos, era como si hubieran recuperado a un hijo”.

En la parroquia de San Miguel era peor. “De esa comunidad, en la que había estado desde los seis años, solo me quedó una amiga, una señora con la que compartíamos la catequesis. Tenía miles de amigos, pero me volvieron la espalda. Solo fueron amables las mujeres que estaban con mi madre en la Legión de María. Obviamente, hoy lo veo y me doy cuenta de que no era el entorno que hoy queremos. Hicimos amigos por otros lados. Pero en un momento a mí me daba miedo salir porque no sabía si me iban a hacer algo, esa gente estaba re loca”, cuenta Romina. Y Hernando agrega: “De hecho, alguna vez volvimos a una misa o al bautismo de algún sobrino y ni nos saludaron”.

Cuando llevaban tres años de noviazgo formal, decidieron que la espera por la dispensa había sido suficiente. Si no era como deseaban, al casamiento lo sellarían por civil. El 18 de febrero de 2012, por fin llegaron al matrimonio legal. “Dijimos: ya está, Dios, nosotros queremos casarnos por la Iglesia pero no tenemos el permiso. Conocíamos a un cura muy amigo de Hernando, el padre Javier Soteras. Hacía bendiciones de padres a hijos para los divorciados que se casan en segundas nupcias, algo muy lindo. Así que hicimos una ceremonia muy bonita, con una imagen de la Virgen. Intercambiamos anillos y nos bendijeron nuestros padres. Estábamos felices de la vida”.

Con todo en orden, el 26 de mayo de ese año cumplieron el sueño de casarse frente a un altar en la parroquia San Antonio de Padua, bajo la mirada de un crucifijo moderno. “Nos casó un cura amigo de Hernando, que más tarde también dejó la Iglesia. Fue muy bonito, fue como quisimos. No por una cuestión de papeles o del vestido blanco, sino porque lo sentíamos así. Queríamos tener el sacramento de la Iglesia”.

En un principio, soñaban con ser padres. Pero el tiempo pasó y los hijos no llegaron. Esa fue una página que pasaron. “Nunca quisimos saber si no venían por él o por mí. No hicimos tratamiento ni nada. Encontrarnos fue muy arduo. Por algo fue. Si hubieran venido, serían una bendición enorme”, asegura Romina.

La resiliencia desempeña un papel crucial a la hora de elegir entregarse al amor. Esta cualidad humana no solo nos permite recuperarnos de la adversidad, sino que también influye en nuestra capacidad para tomar decisiones desde un lugar de fuerza y comprensión. Al empoderarnos de nuestra historia y asumir el papel de protagonistas activos, la resiliencia nos habilita para enfrentar el amor con valentía, renunciando a los miedos y prejuicios que nos limitan.

La resiliencia es el cimiento sobre el cual construimos nuestra disposición para amar y ser amados. Nos capacita para enfrentar la incertidumbre y los desafíos del amor con coraje y compasión, permitiéndonos crecer junto a nuestros seres queridos, superando obstáculos y celebrando la belleza de las relaciones auténticas en nuestra vida.

1. Aceptación de la vulnerabilidad: La persona resiliente entiende que la vulnerabilidad es un componente inherentemente humano y no teme expresar sus sentimientos con autenticidad y apertura.

3. Adaptabilidad ante la adversidad: La persona resiliente se ajusta y se recupera proactivamente de los contratiempos y las dificultades en una relación, manteniendo el enfoque en la conexión y el crecimiento mutuo.

En resumen, la resiliencia juega un papel fundamental en permitir que una persona viva el amor con pasión y entrega, al posibilitar un enfoque compasivo, firme y adaptable ante los altibajos emocionales que conlleva una relación.

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