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17 de julio de 2024

Billie Holiday: la voz que cantó como nadie el dolor del racismo y su trágico derrumbe por las drogas

Hace 65 años moría sola en un hospital y custodiada por la policía. Una vida muy dura signada por un don maravilloso, que lograba transmitir como nadie las penurias de los afroamericanos en la época de la segregación racial. Las claves de su genio musical, sus romances célebres y el deterioro de los años finales

>Una voz única, una personalidad fuerte, una vida trágica. Todo en su vida fue muy veloz, todo llegó antes de tiempo. El dominio de su arte, el éxito, los problemas, el derrumbe, la muerte. Una vida demasiado breve y cruel. Una artista genial que se derrumbó tras las drogas, el racismo, la incomprensión. A la que no le bastó su don para lidiar con las ásperas facetas de su mundo cotidiano.

Hasta se pude afirmar que Frank se quedó corto. Billie Holiday fue, probablemente, la más importante cantante popular del siglo XX (Ella Fitzgerald y Aretha Franklin podrían ser las otras dos integrantes del podio).

En una cama agoniza Billie Holiday. En la puerta de la habitación un policía de custodia. No está para contener a los fans, para que no ingresen de improviso a la habitación; tampoco para impedir la incursión de algún paparazzi sin escrúpulos. Nadie va a visitarla. Está sola. El policía vigila a la moribunda, que hace semanas no puede ponerse en pie y a quien las fuerzas y la razón abandonaron hace días. Lo puso ahí un juez para prevenir la imposible fuga. Billie Holiday, al mismo tiempo, agoniza y está detenida por posesión de drogas ilegales.

Al día siguiente, más de 3.000 personas la despidieron en el cementerio.

Nunca tuvo respiro. Casi no conoció el sosiego. Su infancia fue dura, al igual que su juventud y su vida adulta.

Lo que estrictamente verdadero son su dolor y la inestabilidad familiar. Su infancia estuvo cargada de abandonos y desencuentros. La madre trabajaba lejos y ella quedaba a cargo de algún familiar.

A los 11 años, Billie fue violada. A los 12 ya trabajaba de lo que podía y se había iniciado en el alcohol y el cigarrillo. Un par de años después se dedicó a la prostitución. Hasta que a los 16 se reencontró con su madre y empezó a servir las mesas en un local nocturno en el que su madre hacía la limpieza. A ese lugar acudían muchos músicos de jazz luego de terminar sus actuaciones. Se quedaban hasta tarde (o hasta temprano: por lo general ya había amanecido cuando se retiraban) y la chica que atendía las mesas se animó a cantar por primera vez. Todos quedaron deslumbrados.

Luego pasó al Café Society, en el que se instaló como cantante. El rumor empezó a correr, el local a llenarse todas las noches y los músicos acudían a ver la nueva sensación del jazz. Los contratos discográficos y las ofertas para integrarse a las agrupaciones de músicos afamados no tardaron en llegar. Billie condensaba lo mejor de la tradición, de sus antecesores recientes; allí estaban los trazos de Bessie Smith y de Louis Armstrong. Pero al mismo tiempo inauguraba una manera de cantar.

Se podría hablar de sus virtudes técnicas pero lo que transmitía esa voz era lo que marcaba la diferencia: había pureza y honestidad. Cada palabra de la canción recuperaba sentido cuando ella la cantaba, de hecho, siempre que se escucha una versión de Billie Holiday es como si se descubriera esa canción, como si nunca hubiera sido cantada antes.

Conseguía otro efecto demoledor: clausuraba las canciones, su versión siempre era la definitiva. Cualquier otra aproximación a un standard parece mediocre, sin fuerza, sin vida. Es muy probable que si se le hubiera pedido a ella que describiera su manera de cantar no lo hubiera podido hacer.

Lo de Billie era un genio inefable, natural, que no pasa por el estudio y pulimento de una técnica. Hay hasta algo instintivo en cada una de sus resoluciones perfectas y conmovedoras. Su capacidad para transmitir emociones deslumbra.

Las de Billie Holiday son, la mayoría de las veces, interpretaciones sublimes de canciones banales. Las eleva, las inmortaliza, les da un status que ellas tal vez no merecen. Y siempre esquivando el riesgo de estancarse en lo solemne.

Sus interpretaciones vocales están por encima de lo imaginado por el autor, mejoran cada verso, los cargan de tensión y hondura, sin rozar la afectación.

Ella había sufrido y sufría las consecuencias del racismo. Muchas veces aunque era la estrella de la noche, la que estaba anunciada en las marquesinas, debía entrar por la puerta trasera; en las giras no podía utilizar el mismo transporte que los músicos blancos, ni compartir el hotel. “Puedes estar caminando por la calle con un vestido muy caro y gardenias en el pelo y no ver ni una caña de azúcar en kilómetros a la redonda y aun así seguir trabajando en una plantación” explicó alguna vez.

Concebida como canción de protesta antes de que el género se conociera, se completa con la interpretación de Billie Holiday. Strange Fruit sirve también para graficar el estilo vocal e interpretativo de Lady Day. No hay sobreactuaciones, ni gritos, ni malabares. Confía en lo que tiene para transmitir, no busca efecto alguno, sus armas están a la vista. Sin subrayado, sin demagogia, consigue conmocionar en cada escucha. Cada palabra es un latigazo.

Otra de sus virtudes no siempre reconocidas es que logra destacarse y encontrar su lugar entre instrumentistas de un gran talento. Algo que resulta extremadamente complejo para los vocalistas ya que o subsumen a los instrumentistas a su antojo, para lucimiento propio, o son devorados por los solos de los instrumentos de viento. En las canciones de Billie, el oyente se impacienta en las partes instrumentales: sólo espera el regreso de esa voz. Billie dijo respecto a su estilo: “No pienso que esté cantando. Me siento igual que tocando una trompeta o un saxo. Trato de improvisar como Louis Armstrong o Lester Young o algún otro músico al que admire muchísimo. Lo que sale es lo que siento. Odio las canciones en línea recta. Tengo que cambiar los tonos y ajustarlos a mi propia forma de entender la música. Esto es todo lo que sé”. Son pocos los cantantes de jazz que también con su voz logran ser músicos de jazz. Billie y su genio alojado en sus cuerdas vocales lo consiguieron. Sus intervenciones están a la altura de las invenciones de los instrumentistas más destacados de su tiempo.

Si bien desde un principio los grandes la eligieron y la elogiaron, fue con Lester Young, The Pres, con quien alcanzó su cumbre artística. Ese dúo, con afinidad en la vida personal, con una amistad imperecedera, plasmó grandes canciones. Grabaron por primera vez en 1937 y lo siguieron haciendo a lo largo de las dos décadas que les quedaban de vida. Lester Young murió sólo unos meses antes que Billie. Los últimos años de The Pres fueron de caída libre. Ausencias, falta de ganas y adicciones.

Luego, ya convertida en una estrella, gozando del prestigio merecido que la acompaña hasta hoy, canta con una orquesta de fondo siendo ella la atracción principal. Las pequeñas formaciones quedaron de lado. El otro ingrediente insoslayable de esta etapa es el comienzo de su adicción a la heroína, que la va apagando con lentitud. Siempre transmite, con cualquier formato y en cualquier estadio de su carrera, soledad y una quieta desesperación.

La tercera etapa es la final. Su voz se había ajado, había perdido lozanía, era más frágil y espesa. Todo lo que pasa por esa voz se convierte en baladas tristes que rompen corazones. Pero seguía imantando. Muchas veces debían ayudarla a subir al escenario, pero apenas empezaba a cantar volvía a convertirse en Lady Day. El declinamiento físico hace que su rango vocal sea mucho más acotado, que la dicción no tenga la claridad de los primeros años (en la que alguien que no maneja demasiado bien el inglés también puede descifrar palabra por palabra la letra; algo que sólo sucede con Sinatra), que se escuche el cansancio y la respiración dificultosa en cada línea. De todos modos siguen estando la emoción, el dolor, la intensidad y la verdad.

Eran tiempos en que la policía perseguía a los consumidores, los encarcelaba y los ponía frente a un juez que casi siempre se mostraba implacable. Billie era una candidata ideal: era una de las adictas de mayor fama, fácil de ubicar y nunca tomaba demasiadas precauciones.

Billie fue una anciana prematura, durante casi una década caminó hacia su muerte. La vitalidad se le escurría entre los dedos, en esas canciones que cargaba de vivencias cada noche, en cada pinchazo en sus venas, en cada amor desgraciado. Se desmoronó lenta y previsiblemente.

De esos años es también su autobiografía Lady sings the blues en la que utilizó de médium (o de ghost writer) al periodista William Dufty. Cada capítulo tiene como título el nombre de una de sus canciones. Hay inconsistencias, mentiras e invenciones pero también un relato valiente sobre sus padecimientos, errores y adicciones. En una época en la que las memorias de los personajes célebres eran blancas y rebosaban de historias felices, Billie produjo un libro en el que se mostraba falible y rodeada de sordidez. Tiene más verdad de la que los años 50 estaban dispuestos a aceptar.

Cuando a Billie le preguntaron por el libro no se mostró muy interesada en su contenido. No se sabe si por estos casos de censura previa, por sus problemas de memoria a corto plazo ocasionados por las drogas o por simple desdén, pero respondió: “No sé ni qué digo ahí. Nunca lo leí”.,

Su leyenda sigue cautivando a sesenta y cinco años de su muerte: una vida complicada, una muerte prematura, una obra singular que se puede seguir disfrutando en las grabaciones, un don incomparable.

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